Uno elige tan poco su destino como elige a sus padres o se elige a sí mismo: su fuerza física, su carácter, el color de sus ojos o sus circunvalaciones cerebrales. Eso lo entiende todo el mundo. Pero igual de poco elige a su esposa, a su amante o a sus hijos. Uno los toma , y los tiene, y a veces los pierde. ¡Pero uno no elige!. ¿En qué medida uno elige, en el territorio de los sentimientos, o cuál es el fundamento de la conexión que uno cree sentir excepcional, y por qué consolida una relación con una persona determinada, cuando quizá no sea aquella con la que se ha sentido esa temperatura de emociones que se asocian con lo sublime? Y ¿cuánto se conoce a la otra persona, cuánto realmente la comprendemos, aunque sintamos que es la persona de la que estamos enamorados? Si se conjuga el qué y el cómo de ambas preguntas se plantean las coordenadas fundamentales que interrogan sobre la difusa naturaleza, e incluso consistencia, de nuestros sentimientos y de nuestras conexiones. El escritor sueco Ola Hansson (1860-1925) escribió en Sensitiva amorosa (1889): ¿De qué sirve intentar construir una vida, cuando estamos gobernados por fuerzas que desconocemos, y cuando ocurre que no sabemos más de nuestras emociones secretas de lo que saben acerca del proceso de formación de sus células los bulbos y brotes que ahora mismo están germinando a nuestro alrededor?

Otro escritor sueco, de su misma generación, Hjalmar Söderberg (1869-1941), autor de la excelente novela Doctor Glas (1905) o de la obra teatral Gertrud (1906), que fue adaptada al cine, en 1964, por Carl Dreyer, en la magistral obra homónima (en la que se utilizaba una frase de Doctor Glas: Creo en el deseo de la carne y la incurable soledad del alma), explora esas coordenadas en El juego serio (Nórdica Libros), publicada originalmente en 1912, con una agudeza que se desprende de cualquier complacencia, como un filo que detecta las fallas en una desenfocada forma de relacionarse con la realidad, con la pantalla de los otros, en concreto, de la mujer que se desea o ama. ¿Qué se yo cómo se fragua la vida en los pensamientos y los sueños de una joven dependienta pobre?, se pregunta el protagonista, Arvid, pero se lo pregunta al respecto de cada mujer, da igual cuál sea su extracción o condición social. Sus contradicciones y torpezas, su incapacidad de discernir con claridad, son diseccionadas con un lenguaje tan nítido que bordea la clarividencia que deja entrever lo que es a través de la delineación de un paisaje difuso por la ofuscación de ese desorientado enfoque. En la bruma de sus interrogantes se insinúa con sutilidad lo que siente o piensa la mujer que ama, pero que él no logra entender. Es un difícil equilibrio, como una doble línea narrativa, que Soderberg escancia como una refinada coreografía. La narración es el desplazamiento de esa mirada por una realidad cuya percepción está interferida con lo que proyecta, sea de modo intencional o no intencional, con sus miedos o condicionamientos culturales, de su sociedad de principios de siglo, sus presunciones o miedos, con lo cual siempre parece ir con retraso en los diversos pasajes de sus relaciones sentimentales, en cuyo escenario, aunque pasen décadas, esté ausente durante años o presente, será siempre protagonista su primer amor, Lydia.

Hay una feliz ocurrencia estructural. Las primeras páginas corresponden a la perspectiva de Lydia. Y comienza el texto con una escueta frase que, gradualmente, desplegará sus sutiles capas metafóricas: Lydia solía bañarse sola. En esos primeros pasajes, ya se escancian piezas de ese rompecabezas en el que a veces se enmarañan las emociones. Las dudas: Pero, ¿Me ama de verdad– de verdad-?. Los temores y las vacilaciones: Quiero ¡Pero no me atrevo!. ¿Cómo se pueden percibir desde la otra perspectiva, si se padecen parecidas dudas o vacilaciones? Y más aún si es una voluntad que rehuye ser expectativa de alguien, que la siente como un peso que abruma. A Arvid le atenaza que esperen algo de él. Es el actor que más bien espera el momento de salir de escena que ajustarse al desarrollo de la representación. Por eso, tantas veces evidencia que desconoce cuál es la obra, o juego serio, en el que participa, porque erra con sus réplicas. Esa tendencia suya, ese deseo de que no esperen algo de él, es otra capa que dificulta la percepción. Es otro impedimento para discernir esa otra mirada. Cuando esas dudas, vacilaciones e inseguridades dominan, será fácil que las piezas del rompecabezas no se ajusten. Quizá porque se subordine la aspiración de lo sublime a la mentalidad predominante que predica y dictamina, por conveniencia, que La verdad es dañina y las ilusiones y fantasías han impulsado todo cuanto se ha logrado en el mundo y constituyen el núcleo de toda felicidad humana. La frustración puede derivar en capitulación. Si lo sublime se escurre, si no se materializa lo anhelado, se encorva el gesto y se opta por lo conformidad de la perspectiva a ras de suelo, con la dieta de las emociones y las relaciones sustitutivas. Se asume abocarse a la pantomima de las relaciones.

Ya había perdido una vez a su <<primer amor>>, como se suele decir. Y tenía la idea fija de que habían de pasar al menos siete años para que otro tuviera tiempo de crecer y ocupar su lugar. Pero las ansias no por ello se enfriaban; al contrario. Y lo que ahora se le ofrecía era siempre un paraíso en comparación con aquello a lo que estaba acostumbrado a diario. Por eso había dicho: <<Te amo>>. Pero había querido decir: <<De amar no soy capaz, pero sí de ejecutar sus actos, con sus ridiculeces y pantomimas.

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Los reencuentros con aquella persona a la que se amó pueden revelar el abismo que separa a uno y otro, o cómo el enfoque de cada uno, con respecto a aquella noche compartida, es el opuesto, para uno fue lo sublime y para el otro un episodio intercambiable, como se reflejaba en Cartas de una desconocida, de Stefan Zweig, y en la también excepcional adaptación cinematográfica dirigida por Max Ophuls en 1948. El reencuentro, tras siete años sin verse, de Arvid y Lydia, también en un teatro (escenario reflejo del no manifiesto), conjuga la constatación de la conmoción sísmica que implica la irrupción de la figura excepcional, como si la pantalla de realidad temblara y se desajustara, a la vez, paradoja, que evidencia su desajuste intrínseco por inercia (la vida erigida sobre las pantomimas y concesiones). Es un desajuste que reajusta. Pero, por otra parte, anuncia las interferencias que perturbarán esa pantalla que aún se sueña con hacer realidad, duración, permanencia, desafío al tiempo y a las circunstancias. Las interferencias de las susceptibilidades, de las inseguridades.

De pronto se sintió enrojecer de vergüenza en la oscuridad. Estaba sentado muy cerca, al lado, de su amor de juventud. Por primera vez en nueve años. Y solo un collar de perlas con un broche de esmeralda bastaba para que le invadieran pensamientos bajos y cínicos y fantasías sobre ella...Se preguntó: ¿Qué soy yo y en qué voy camino de convertirme?¿Acaso yo no me he vendido a Dagmar por dos mil coronas al año?Bueno, es cierto que no fue así como ocurrió, pero eso es lo que parece, visto desde fuera... ¿Acaso no puede parecerse algo al caso de Lydia?¿Acaso no puede haber ocurrido de manera distinta a como pueda parecer desde fuera?.

La conversación de la relación que busca el reajuste, ya que ambos han establecido diferentes escenarios que deben abandonar como una obra que se siente como un ballet mecánico (aunque ambos no deciden del mismo modo, divergencia crucial), se despliega en varias direcciones, las torpes, y desesperadas, especulaciones de Arvid, y las que Lydia insinúa, o expone (porque a veces el límite es difuso, y simplemente evidencia la torpeza perceptiva de él). Soderberg sugiere cómo se siente Lydia, cuál es el propósito de sus acciones, qué intenta dilucidar o qué intenta enfocar en los sentimientos y propósitos de Arvid, qué espera, mientras, desde la perspectiva de Arvid, este no deja de especular, y de errar, por esas interferencias que arrastra como hombre de su tiempo y sociedad a la hora de interpretar los actos y las palabras de una mujer, o porque prima lo que le afecta a él los actos de ella, en vez de intentar comprender qué reflejan de cómo se siente ella. No comprende o siente sus estados emocionales, cuál es la circunstancia emocional, cuál es su materia de desvalimiento, dudas y necesidad, que puede abocar a ciertos actos. No sé dónde está mi hogar. Creo que me he olvidado de mí misma, le dice ella en cierto momento con respecto a la vida ausente y carente de su matrimonio durante siete años, como si su vida hubiera sido una carcasa hueca. A mí puedes amarme en sentido pagano, le dice en otro momento. Él la hace sentir plena, y eso implica desafío de límites pero él no logra percibir lo que ella expresa, de modo sugerido o incluso directo (es muy sugerente, como él muchas veces intenta comprobar si está en casa desde un cementerio cercano). Se pliega a las pantomimas, pero no sabe desenvolverse en el juego serio. Se extravía en las cuadrículas, en los propios límites que él genera, en las interrogantes que se enredan en sí mismas para convertirse en la espiral de un filo. Lydia seguirá bañándose sola, porque él no es capaz de vislumbrar sus interrogantes. Es tan fácil convertir en filo un desenfoque.