Hay documentales que documentan y otros que, sin proponérselo del todo, acuñan una palabra. El desencanto (1976), dirigido por Jaime Chávarri y producido por Elías Querejeta, acabó prestando su título a una manera de nombrar la atmósfera de la Transición: una mezcla de resaca, derrumbe de certezas y ajuste de cuentas. Pero el mecanismo no es abstracto: la película se construye desde la intimidad. Cuatro personas —Felicidad Blanc y sus tres hijos, Juan Luis, Leopoldo María y Michi— hablan del padre ausente, Leopoldo Panero, poeta de la generación del 36 y, para muchos, identificado con el franquismo cultural. Y al hablar de él, terminan hablando del sistema que lo sostuvo… y de la familia como una pequeña institución de poder.
El contexto: país, época y escena
Cuando Chávarri y Querejeta convierten una idea inicial en largometraje, ruedan “atravesados” por el final biológico y político del franquismo: el documental se termina y estrena en 1976, con Franco ya muerto, pero con inercias, miedos y controles todavía vigentes. El propio proceso de exhibición se ensucia de contexto: El Desencanto estaba programada para el Festival de San Sebastián de 1976, pero Querejeta decidió retirarla como protesta por la situación política en el País Vasco; la retirada generó polémica y quedó documentada en prensa y en archivos del propio festival. Ese gesto —y la conversación pública que provocó— ayuda a entender por qué la película fue leída más allá del “circuito cerrado” de los Panero: en 1976, cualquier relato sobre autoridad, máscara, obediencia y ruina familiar podía convertirse en espejo social.
El dispositivo es simple y cruel: Felicidad y sus hijos aceptan hablar ante la cámara con una condición esencial —según reconstruye Diego Galán en un artículo en El País—, que ninguno sepa lo que han dicho los otros hasta el final. Así se fabrica un confesionario sin confesores: cada uno “ajusta cuentas” sin negociar previamente el relato. De ese pacto nace el tono. No hay narrador, no hay entrevistas al uso, no hay distancia protectora. Hay memoria que se contradice, silencios que pesan y frases que parecen colocadas con exactitud quirúrgica… aunque lo que vemos sea, en apariencia, “dejar hablar”. La estatua del padre —literalmente velada— funciona como presencia de piedra: el muerto no aparece, pero organiza el aire de cada escena.
Y por debajo, como música de fondo, Schubert: en particular, la película utiliza la Sonata para piano D 959, una elección que empuja el documental hacia un duelo con forma de cámara mortuoria, sin necesidad de subrayados verbales.
El material rodado fue amplio y discontinuo (meses de grabaciones intermitentes) y el montaje —firmado por José Salcedo— convierte esa discontinuidad en progresión dramática: apariciones, ausencias, regresos, cambios de tono.
De ahí nace una sensación clave: El Desencanto no solo recoge lo que se dijo; organiza cuándo debe irrumpir cada voz y con qué peso. En esa arquitectura, la película va desplazando el centro desde el retrato familiar hacia la tensión: qué se recuerda, quién acusa, quién se defiende, quién ironiza, quién convierte el pasado en arma. El largometraje figura a menudo como una de las últimas películas golpeadas por la censura tardofranquista: se ha señalado que se suprimieron alusiones de Leopoldo María Panero a experiencias sexuales en la cárcel. La película, además, quedó envuelta en debates públicos propios de un país que todavía estaba decidiendo qué podía mostrarse y cómo.
Recepción e impacto
El documental se convirtió en un título de referencia del cine español y ganó la Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos a la mejor película (32.ª edición) Con el tiempo, también funcionó como origen de una “saga” documental: Ricardo Franco dirigió Después de tantos años (1994), centrada en los tres hermanos ya sin la madre, y posteriormente se han producido trabajos que vuelven sobre el padre y el mito familiar.
Pero el impacto más extraño no fue el de taquilla ni el de premios: fue semántico. Como recuerda Galán, el término “desencanto” se instaló casi de inmediato como etiqueta para un estado de ánimo colectivo en la España que salía de la dictadura.
Lo que sigue sosteniendo El Desencanto es su ambigüedad operativa: se puede ver como ajuste de cuentas familiar, como radiografía de la burguesía española, como documento de una máscara social —o como todo a la vez— sin que el filme se rompa. Esa elasticidad explica su supervivencia en conversaciones sobre la Transición y en debates sobre cómo se heredan apellidos, ideologías, roles y silencios.
Y hay otra persistencia: la de sus personajes. Los tres hermanos acabaron siendo, cada uno a su modo, más famosos (o más citados) que el padre que los organiza desde la ausencia.