En verano de 2014 una amiga me propuso ir juntas de vacaciones. Yo, que odio viajar en agosto y la playa en general, acabé diciendo que sí, pero con una condición: si íbamos a Serbia. Hacía tiempo que tenía ganas de conocer Belgrado, una ciudad que respiraba historia y que imaginaba con pocos turistas. Además, me gusta visitar los países estigmatizados con etiquetas de “somos los malos”, como Serbia, o por los prejuicios, como China, donde viví cuatro años. (“¿En serio te gustan los chinos? Si son unos marranos y siempre te estafan”, bla bla bla). Creo que la gente no es mejor o peor en ninguna parte, y que visitar un lugar con la mente bien abierta es la mejor forma de comprobarlo.

Así que, en agosto de 2014, mi amiga y yo nos plantamos en Belgrado. Fue un viaje corto, de apenas diez días, y en plena ola de calor: primero conocimos la ciudad y después fuimos bordeando el Danubio en coche, asándonos como pollos.

Recuerdo con claridad el bochorno que hacía la noche que llegamos a Novi Sad, antigua ciudad fortificada, a orillas del Danubio, última parada de nuestro viaje, y decidimos salir a tomarnos una última cerveza de despedida en un bar muy animado junto a nuestro hotel. “Una cerveza y a dormir”, nos dijimos. El bar se llamaba Caffe DV. Era un local diminuto y lleno de humo, con las paredes de madera y taburetes tapizados con telas escocesas, que todavía hoy existe. Nos sentamos en una mesa alta junto a la ventana y pedimos dos jarras de Jelen, una cerveza local.

En una esquina de la mesa alguien había abandonado su móvil, la cartera y el tabaco de liar. Al cabo de poco rato llegó su dueño: un chico de unos treinta años, alto, moreno, de ojos verdes y pestañas largas. Nos dijo que se llamaba Vojin y que trabajaba como documentalista de la televisión pública de Vojvodina. “¿Vojvodina?”, le pregunté, avergonzada de no saber de qué me hablaba.

Entre cervezas y vasos de rakia, Vojin y sus amigos del Caffe DV me contaron la historia de Vojvodina, una región autónoma del norte de Serbia, cuya capital es Novi Sad. Vojvodina estuvo cerca de dos siglos bajo control del imperio Austrohúngaro y entre su población convivieron diversas minorías: serbios, húngaros, rumanos, eslovacos, serbios, croatas, judíos, alemanes… “Hay cinco idiomas oficiales, además del serbio”, me dijeron. Los colegas de Vojin quisieron saber más sobre Catalunya. Resulta que en Vojvodina también había un movimiento separatista. Pero los dejé con mi amiga. Vojin y yo, sigilosamente, nos fuimos desmarcando de la conversación: las banderas no eran lo nuestro.

Nada más llegar a Barcelona me puse a investigar en internet sobre Vojvodina y el Banato, atraída por lo que parecía haber sido uno de los últimos reductos de multiculturalidad europea. Y fue así como descubrí la historia de la “nueva Barcelona”: la aventura de unos refugiados españoles (exiliados de la Guerra de Sucesión) quienes, enviados por la administración imperial en Viena, intentaron establecerse en una ciudad del Banato recién arrebatada a los turcos (Beckereck, la actual Zrenjanin).

El proyecto fue un fracaso, ya que la mayoría de refugiados españoles eran gente mayor y no gozaban de buena salud, y no pudieron adaptarse a las duras condiciones de vida del Banato, una tierra pantanosa e infestada de mosquitos. Casi todos murieron o pidieron regresar a Viena. Sin embargo, la leyenda de la “nueva Barcelona” sigue estando todavía muy presente entre la población de Zrenjanin. Una de las leyendas más populares es que el teatro de la ciudad, del siglo XIX, fue construido con las ruinas de la antigua fortaleza de Beckereck, derruida por los turcos, y que los exiliados españoles ayudaron a desmantelar. Dicen que por eso tiene tan buena acústica.   

Todo esto me lo contaron un año después, cuando me planté en Zrenjanin dispuesta a escribir esta novela (Cuando se vaya la niebla). Mi decisión de regresar a Serbia, en setiembre de 2015, coincidía con el auge del independentismo en Catalunya y la llegada masiva de refugiados sirios y afganos a los Balcanes en su ruta hacia la Unión Europea. Se trataba de viajar de Barcelona a Nueva Barcelona para intentar entender un poco mejor porque en Europa volvemos a tropezar una u otra vez con la misma piedra: las fronteras.  

Andrea Rodés es escritora y periodista