Aunque podía ser simplemente casual o anecdótico, que Cooper y Lawrence coincidan de nuevo en pantalla en Serena resulta relevante porque permite acordarse de El lado bueno de las cosas, de David O. Russell. Y aunque ambas películas, en apariencia, se encuentran alejadas entre sí, encontramos una cierta línea de unión que resulta muy interesante a la hora de analizar las intenciones de Bier en Serena. Russell, uno de los directores de la actualidad más interesantes a la hora de reescribir y actualizar los géneros clásicos, buscó con El lado bueno de las cosas el tomar la screwball comedy clásica y adaptarla al momento actual aunque con una dosis de drama que violentaban el planteamiento cómico inicial. Con un estilo libre y una puesta en escena elaborada y planificada con detenimiento para hablar de aquel cine al que rememora pero, a su vez, mostrando la necesidad de romper con ciertos planteamientos, Russell nos planteaba una historia de trazo conocido pero que iba rompiendo con giros y variaciones apenas perceptibles pero que operaban claramente para no dejar que la película fuera en ningún momento por los caminos establecidos por el género. En Serena, la cineasta alemana intenta hacer algo parecido con el melodrama de corte épico hollywoodiense de romances desaforados y finales trágicos partiendo de sus elementos constructivos para ir pervirtiéndolos de tal manera que asistamos a una historia basada en sus parámetros narrativos pero, a su vez, subvertidos de tal manera que evidencia su inoperancia hoy en día, a pesar de que haya quien todavía siga creyendo en su viabilidad.

 

 

 

 

De esta manera, Bier, se apoya en una fotografía de tonos ocres que introduce una atmósfera mortuoria, casi irreal y fantasmagórica, enfatizado por los paisajes y por la niebla, poniendo de relieve que estamos ante una obra de otra época, literalmente, dado su ubicación temporal, y cinematográficamente. Su apuesta por una puesta en escena distante, tendente a planos medios y muy poco acercamiento a los personajes, permite a Bier alejarse emocionalmente en busca de una frialdad expositiva. Bier quiere plantear un relato anti-romántico y anti-épico a partir, precisamente de lo romántico y lo épico, por eso las vicisitudes de George (Cooper) y Serena (Lawrence) comienzan con un enamoramiento de ensueño que se da de bruces con una realidad muy cruda tanto en lo personal (los celos de ella por un hijo ilegítimo de él) como lo general (problemas de George con su negocio, traiciones de amigos, la era de la Depresión como contexto de la historia) que va poco a poco minando la perfecta relación que parecían tener. Bier trabaja, salvando todas las debidas distancias, al igual que, por ejemplo, Michael Cimino con La puerta del cielo o Anthony Minguella con Cold Mountain, por recurrir a dos películas muy diferentes y distantes en el tiempo.

 

 

 

 

 

El problema de Serena es que al final es más interesante pensar en la película que pudo ser y no fue y en las intenciones de Bier y no en su materialización en pantalla. Porque la película, en vez de eludir, como en su comienzo y hasta mediado su metraje, el carácter melodramático desaforado y el exceso de manipulación emocional que la directora ha controlado en todo momento se dispara hasta derivar en un final que roza el despropósito y tira por la borda el buen planteamiento inicial. Sin embargo, con justicia se debe aseverar que Bier logra aquello que persigue, aunque no sea por sus planteamientos, sino porque, en efecto, el carácter épico y romántico que Serena acaba abrazando (eliminamos ya el anti que predecía a las palabras anteriormente) pone de relieve que estamos ante modelos que requieren más riesgos; o bien, cuando se asume, como en el caso de Bier, controlar el material bastante mejor y hasta el final. Por fortuna, la química y el buen trabajo de la pareja protagonista logra que Serena tenga cierta entidad. Pero los giros de guion finales, propios del género, resultan no tanto inverosímiles como casi ridículos, muy exagerados, creando un final que décadas atrás podría quizá haber resultado emocionalmente pasable, pero que hoy en día apenas consigue impactar al espectador. La sensación que permanece tras ver Serena es que hemos asistido a una historia y a una película de otro tiempo, a una forma cinematográfica tan fantasmal como los parajes en los que se desarrolla la historia, pero, insistimos, no gracias a los propósitos de Bier de romper con esos modelos, sino porque se acaba acomodando a esos planteamientos, quizá porque era demasiado arriesgado el entregar una película más rompedora de cara a taquilla.