Quizá las ideas sencillas, por el hecho mismo de que son sencillas, pasan en muchas ocasiones más bien desapercibidas precisamente por su propia obviedad. Como que el principal inconveniente de ver una adaptación cinematográfica es que antes se haya leído la obra en la que se basa, porque la mayoría de las veces aquella producirá la sensación de ser un desacierto. Lógico, porque cada uno se ha formado su propio imaginario visual durante la lectura de la misma que, generalmente, no suele coincidir con la versión que se ha llevado a la pantalla. Sobre todo cuando se trata de novelas de autores tan densos y tan complejos como en este caso es J. G. Ballard, de quien Ben Wheatley y su mujer, Amy Jump, también responsables del montaje del film, han adaptado su novela, de mismo título, que publicó en 1975 y editada en nuestro país como Rascacielos (Minotauro, 2003).

Una vez hechas estas salvedades y dejando a un lado el original literario, el visionado del film de Wheatley produce la doble sensación de fascinar e irritar a partes iguales. Fascinar por su elaborada concepción visual que desprende ciertos influjos kubrickianos. Una representación de una sociedad distópica en cuya puesta en escena se han introducido elementos de la década de los setenta, la época en la que se publicó la novela, presentes en el atrezzo, en el vestuario y en la propia escenografía que, junto a otros componentes estéticos de carácter más minimalista, potenciados a su vez por la fotografía de Laurie Rose, colaborador habitual de Wheatley, y la sólida banda sonora compuesta por Clint Mansell, proporcionan a la historia un cierto hálito atemporal.

 

E irritar por esa deriva, abigarrada a veces, en lo que viene a ser una suerte de viaje hacia la demencia, la de un grupo de seres que habita un moderno rascacielos y que deviene en una metáfora sobre la lucha de clases y los males del capitalismo. Claro que la intención Wheatley es provocar la incomodidad en el espectador, algo que parece enfatizar con una de las secuencias iniciales, cuando el médico protagonista, a quien encarna Tom Hiddleston, realiza la disección de una cabeza ante tres colaboradores suyos, arrancando primero la piel que la envuelve y serrando después el cráneo.

Pero en esa voluntad por crear un impacto en el público, de violentarle incluso, Wheatley acaba llevando su fresco coral por terrenos movedizos, derivándolo hacia un cúmulo de situaciones cada vez más excéntricas, porque los vecinos de los pisos superiores, los pertenecientes a la clase alta, se dedican a organizar desenfrenadas juergas nocturnas cargadas de alcohol, sexo y drogas. Hasta que los que habitan en los pisos inferiores, los de clase media, deciden rebelarse contra aquellos, desatándose la locura y con ello el caos. El rascacielos, ese sueño utópico de Royal, el sexagenario arquitecto a quien pone rostro el siempre excelente Jeremy Irons, y quien vive en un ático con un inmenso e idílico jardín, acabará convertido en un anárquico campo de batalla. Es decir, la frase de Plauto que popularizaría después Thomas Hobbes: «El hombre es un lobo para el hombre».

 

Pero la intención de High-rise por ser una exploración sobre los entresijos y el comportamiento del ser humano, sobre la estupidez y la locura, acaba desvirtuándose por la acumulación de situaciones que se suceden frenéticamente, dando lugar a un film que en ocasiones peca de excesivo barroquismo. Como también, y a pesar a sus atractivas premisas, que en cierta manera pueden traer alguna reminiscencia de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) en cuanto a que los habitantes del rascacielos parecen incapaces de salir del edificio prefiriendo enfrentarse entre ellos, Wheatley acaba casi dando más importancia al caos, a crear incluso imágenes con carácter icónico, que en llevar cabo una mayor profundización en los conflictos internos de los propios personajes, esbozando unos leves trazos sobre sus biografías que luego se quedan en la superficie, como sucede tanto con Lang como con Royal, asi como los roles que llevan a cabo con solvencia Sienna Miller o Luke Evans.

Sin embargo, a pesar de estas cuestiones, High-rise no deja de ser una propuesta interesante que contiene momentos excelentes, en concreto su primera parte, hasta el estallido del conflicto, poniendo de manifiesto, además, que Wheatley, responsable de títulos como Kill list (2011) o Turistas (Sightseers, 2012), es un cineasta de talento y con voz propia al que hay que seguir en sus próximos pasos.