La Casa Encendida presenta una exposición dedicada al artista madrileño Juan Ariño, comisariada por Carmen Giménez, en la que a través de alrededor un centenar de piezas nos acercamos al trabajo del artista alrededor del paisaje. La exposición podrá disfrutarse hasta el día 1 de noviembre.


Conocido por su labor en el terreno del diseño de espacios museográficos, catálogos y exposiciones, Ariño también ha desarrollado una importante labor, aunque quizá menos reconocida hasta el momento, en el campo del dibujo y de la pintura. Esta exposición sirve, entre otras cosas, para reivindicar este trabajo gracias a un conjunto de obras que Ariño comenzó a crear a partir del año 2000 y que tienen como referencia El libro del té, de Kazuzo Okakura.


Las obras oscilan, en una armonía extraordinaria, entra la abstracción y la figuración y entre la horizontalidad y la verticalidad. Ariño se acerca a los paisajes en busca de la emoción y la calma, plantea una obra de contemplación pausada, tan reflexiva como sensorial. A este respecto, capta a la perfección cierta esencia del arte japonés, o, al menos, de la idea que nos proyecta, transmitiendo en cada obra, y en su conjunto, una calma y una tranquilidad que busca conectar al espectador de cada cuadro con éste y con el paisaje representado así como obligar a que el ojo descanse sobre las obras en busca de la belleza intrínseca de cada pieza.


Y aunque Ariño parte de esa relación oriental con respecto al paisaje, en cuanto, en cierto modo, considerar éste como superior al ser humano, encontramos también en su obra una estrecha resonancia con ese paisajismo romántico que, con igual postura, observaba y reproducía el paisaje con enorme respeto. No se trata de una cuestión de estilo sino más bien de posicionamiento, de mirada. También hay, en algunas piezas (el políptico Hespérides), un trabajo cromático que recuerda a Turner; en otros, con su pura abstracción, incluso a Rothko, dividiendo el cuadro en dos partes simétricas, una, puro color, la otra, variaciones a partir de éste. Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que Ariño juegue a la referencialidad, son simples referencias que entroncan sus diferentes acercamientos al paisaje con la herencia del género.



Por otro lado, Ariño no reproduce de forma “realista” la naturaleza, ni incluso en sus cuadros más cercanos a la figuración, porque no es su intención el intentar recrear con exactitud las formas del paisaje sino extraer y transmitir mediante la pintura sensaciones que puedan llegar a quien contemple cada obra. El artista busca, además, crear una comunión íntima entre ellas y quien se posiciona en frente, de ahí esa necesidad de calma, de sosiego, para dejarse llevar por las formas. No pretende Ariño que descifremos las formas que él a veces tan solo sugiere, sino que nos introduzcamos en ella, mediante la mirada, y nos dejemos arrastrar por cada obra. En un tiempo de prisas y de rapidez, Ariño impone, pide, que volvamos a contemplar. A mirar. A sus obras, pero también a nuestro alrededor.