Alessandro Baricco ha dicho varias veces que Novecento es su mejor historia, aunque probablemente no sea su mejor narración. Es la única pieza teatral que ha publicado el autor, uno de los más internacionalizados de la generación de escritores italianos hija de Antonio Tabucci, renovador de la literatura en su país. Sin embargo, no por ello carece de sus señas de identidad narrativa, que tiene tantos fans como detractores.

Así, en Novecento, el escritor crea, una vez más, una atmósfera surrealista, onírica e irónica, expresándose con una sensibilidad conmovedora. Y esta vez, no cruza la frontera a la sensiblería, como le ocurre en otros de sus títulos, lo que le genera tantas antipatías. También como siempre, o posiblemente de manera acentuada ya que estamos ante un monólogo, su narración mantiene un semblante sencillo y transparente que evoca las estructuras y el estilo de las fábulas y los cuentos orales, aunque el autor siempre ha apostado por la experimentación y el desafío de la libertad formal. En esto último, dicho sea de paso, siempre ha demostrado ser un digno seguidor de Melville, Sterne o Salinger, con quien coincide también en la aversión a la exposición pública.

Novecento, una obra que Tornatore convirtió en película en La leyenda del pianista en el océano, es otro texto del autor de Seda (un best seller que en España ha superado las 40 ediciones) en el que la acción se traslada al mar. Baricco también ubicó la trama sobre la aguas en su Oceano mare, y eso que ha afirmado repetidamente que el transporte que prefiere para pasear por sus ficciones es el tren (hay varios en su obra). Y como en uno de sus relatos más recientes, City, en Novecento explora el concepto de casa, de hogar, y la manera en que nos influye nuestro hábitat, las certezas e inseguridades que nos provoca, y cómo nos servimos de la imaginación para mudarnos a emplazamientos, parajes e incluso mundos que nos resultan más apetecibles. Y si en City hablaba de barrios y sus gentes, y en Novecento, tal vez inspirándose en La Ciudad flotante de Julio Verne, ubica la trama en un barco de crucero, el Virginia, para hablarnos de los pasajeros que pasan por él y de su peculiar tripulación. En especial, del chaval que da nombre al título, Novecento, que nace y se cría a bordo, y por decisión propia, jamás pisa tierra, se conforma con ilusionarse idealizando ciudades a partir de los relatos que le ofrecen los viajeros que se van subiendo en las travesías durante años. Y paradójicamente, de la misma manera que él idealiza Nueva York o Londres, termina convirtiéndose en un mito al otro lado de la orilla, cuando se corre la voz de que es un pianista de altísimo nivel, que ameniza los cruceros con sus personales interpretaciones de jazz. Novecento es uno de esos personajes tan especiales, tan ficticios, tan imposibles de Baricco. Es una especie de Mowgli, un individuo que se desarrolla de manera atípica, sin que nadie se esfuerce en orientarlo, en un entorno poco menos que salvaje. Es, no obstante, un sujeto en el que podemos identificar nuestros miedos a lo desconocido, que a veces nos paralizan y nos abocan a decisiones erróneas, y las ilusiones con las que nos consolamos.

Y de nuevo, como es habitual en la literatura de Baricco, hay un narrador que nos cuenta la historia, sumido en la estupefacción que le ha provocado asistir a los acontecimientos que explica. Un narrador no menos disparatado que el protagonista. En esta ocasión es, claro, el narrador del monólogo, y en la versión escénica del director Raúl Fuertes, que podemos ver estos días en la sala off del Teatro Lara de Madrid –muy bonita, pero con poca visibilidad desde algunos de sus ángulos-, lo interpreta Miguel Rellán, en el primer embarque de su carrera en un monólogo. Rellán realiza el titánico trabajo de desgranar, en una hora y veinte minutos, la historia de Novecento, sin más apoyo que el texto, que, eso sí, está cargado de expresividad y es rico en imágenes, aunque también es bastante lineal. No tiene momentos álgidos, no da giros inesperados, no explota. Y, como consecuencia, en manos de un actor peor que Rellán, la representación correría el peligro de resultar monótona.

Rellán sabe vestir al personaje de la melancolía que requiere, posiblemente porque es su registro más sólido. Sabe encarnar, con toda su tristeza y su poso, a ese contador de historias desahuciado y taciturno, al que solo le quedan sus recuerdos. Lo hace atractivo dándole carisma y entidad, en una actuación con ecos del inolvidable Fiz de Cotovelo que interpretó en El bosque animado. Es capaz de llenar la escena y erizar al público con una pesadumbre que no está exenta de naturalidad, sin otro arrope escenográfico que un foco de luz que va matizándose hacia el final. No hay música aunque se habla de un músico y las partituras que interpreta. No hay decorado aunque la historia se ubica en un crucero. Es una interpretación íntima, desnuda de atrezzo y efectos audiovisuales. El director, Fuertes, a quien Rellán conoció en la espléndida versión de Luces de Bohemia que hace unos años estrenó Lluis Homar (donde el primero ejercía de ayudante de dirección y el segundo actuaba), pone así a trabajar a la imaginación del espectador, que ha de figurarse (si quiere) el aspecto de Novecento y la música que sale de su piano, así como los diversos episodios que conforman el relato de su vida. Una elección dramatúrgica que sin duda sería del gusto de Baricco, siempre partidario de activar la participación del lector en sus trabajos. No en vano, en la mencionada City somos nosotros quienes hacemos y rehacemos la trama.

En defintiva, Novecento es un monólogo amable, íntimo, con una opción escenográfica valiente y magníficamente interpretado. Y en él nos saluda el estilo de Baricco al cien por cien, sea para bien o para mal (a gusto del consumidor).

Novencento. Teatro Maravillas (Madrid). A partir del 29 de marzo. http://www.teatromaravillas.com