En Los colores de nuestros recuerdos (Periférica), Michel Pastoureau nos recordaba que los colores son materias, luces, percepciones, sensaciones, también palabras, es decir, etiquetas caprichosas, pero además conceptos, ideas, categorías, intelectuales. Transitamos la realidad en buena medida por inercia, y está bien detenerse para pensar por qué concebimos la realidad de una manera y no de otra. Por qué establecemos una relación con la realidad de una manera y no de otra. También nos recordaba sobre la relatividad de las perspectivas. Los colores del físico no son los del neurólogo o los del biólogo. Pero estos tampoco son los del historiador, sociólogo o el antropólogo. Para estos el color se estudia y define para empezar como hecho social. Más que la naturaleza, el pigmento, el ojo o el cerebro, es la sociedad quien <<hace>> el color, quien le otorga definición y sentido, quien declina sus códigos y sus valores, quien organiza sus prácticas y determina sus aportaciones. En Animales célebres (Períférica) sitúa a los animales en el centro del escenario, o enfoca en nuestra relación con los mismos, cómo los concebimos, qué han representado a lo largo del tiempo, con lo cual, de entrada, nos refleja. Es otro ángulo desde el que comprendernos o enfocarnos. El animal también pertenece tanto al mundo de los símbolos como al de la zoología. Por ejemplo, en el cine de Fellini eran figuras que cobraban un importante relevancia como reflejo: Sólo hace falta contrastar el pez monstruoso y el reportero derrotado por la miserable realidad (interpretado por Marcello Mastroianni), en la orilla del mar, en la conclusión de La dolce vita (1960), con los dos supervivientes, tras el hundimiento del barco, en un bote sobre un mar artificial, un rinoceronte enfermo y el cronista de ese crucero dominado por representantes del arte, cantantes de opera, nuevas encarnaciones de que lo que prima en la realidad (que es ficción), el duelo entre egos, en la de Y la nave va (1983). O, en Casanova (1975), el ave mecánica que le acompaña en los diversos viajes que Casanova realiza y que jalonan su vida, y que nos plantea como interrogante que quizá Casanova se defina por una condición de criatura mecánica, ensimismada, pero también cautivo de miedos latentes, como refleja ese terror ante esa gran ballena, atracción de feria, cuyo interior podría representar más que el sexo femenino la condición femenina, esa entraña donde se siente perdido, aunque piense que la domine con sus meras cualidades de gimnasta de la seducción (como esa escena en la que compite con otro a ver quién dura más en el acto sexual, pero se escenifica como si hicieran flexiones). Fellini desentrañaba un símbolo a través de los animales como reflejos simbólicos. No es que el libro de Pastoureau mencione a alguna de esas figuras animales entre las cuarenta que destaca en breves apartados, en primer lugar porque se centra sólo en animales célebres, aún ahora o sólo en su tiempo, en un sentido u otro, en la historia y tradiciones occidentales, pero si refleja cuán inspiradora es esta estimulante lectura. Inspira a imaginar nuestro propio capítulo. Él mismo indica que fueron muchas las figuras animales que pudiera haber abordado.

Por otro lado, la asociación con Fellini es oportuna porque también coinciden en plantear, con aguda mordacidad, un cuestionamiento del ego del ser humano por sentirse protagonista escénico de la realidad. Durante mucho tiempo los historiadores no se preocuparon en absoluto de los animales. Les relegaron a las antologías de anécdotas y a la <<historia con minúsculas>>, como solían hacer con todos los temas que les parecían secundarios, insignificantes o marginales. Sólo algunos filólogos e historiadores de las religiones antiguas habían mostrado interés por una u otra cuestión específica que tenía que ver con animales. De hecho, Pastoureau planteó como tema de tesis el bestiario medieval, pero fue considerado una futilidad, porque hablaba de animales, actores que no tenían ninguna relevancia en la escena histórica.

Pastoureau planteará en uno de los capítulos cómo esa consideración categórica del animal, en nuestra cultura occidental, está condicionada por el predominio de la concepción cristiana que lo utiliza para oponerlo por sistema al hombre, <<a pensarlo simbólicamente>>. Por lo tanto, no dotándolo de la misma sensibilidad, capacidad de sufrimiento, o cualidades. La Edad Media cristiana siente curiosidad por los animales y habla de ellos a la menor ocasión, expresando dos corrientes de pensamiento y de sensibilidad aparentemente contradictorias. Por un lado necesita oponer de la forma más clara posible al hombre, creado a imagen de Dios, y a la criatura animal, sumisa e imperfecta, sino impura. Hay otra vertiente o concepción cuyo predicamento ha calado, aunque aún no, desafortunadamente, de modo preponderante: la segunda es más discreta pero quizá más rica en modernidad (…) de Aristóteles toma la idea de una comunidad de seres vivos. Con respecto a la capacidad de sentir, discernir o razonar, es decir, cuál es la naturaleza de la voluntad de los animales, ironiza: No se ha elegido al azar al asno para plantear el libre albedrío de los animales. Según las enciclopedias medievales es uno de los animales más estúpidos y obstinados.

En los breves y sugerentes treinta y seis capítulos se centra tanto en animales reales como en imaginarios. El historiador no debe empeñarse en contraponer lo imaginario y la realidad. Para él, como ocurre con el etnólogo, el antropólogo o el sociólogo, lo imaginario siempre debe formar parte de lo real. Entre los reales, el cerdo regicida, en 1131, por interponerse en el camino del caballo en el que cabalgaba el rey; el oso enamorado de la saboyana Antoine Culett, en 1605, a la cual según la leyenda retuvo tres años en la cueva, aunque otro ángulo desde el que enfocarlo es considerar que el oso es el animal velludo, la bestia masculina y, por extensión, el hombre salvaje. La cerda de Falaise, ejecutada en 1386 por haber matado un bebé, uno entre alrededor de 60 procesos parecidos contra animales entre el siglo XIII y el XVI, interesante porque entonces se consideraba al cerdo el animal más parecido al hombre ya que el estudio de la anatomía humana se realizaba con la disección de cerdos; el rinoceronte que fue regalado, en 1515, al rey Manuel de Portugal, al cual se hizo combatir con un elefante, y declarado, por su victoria, rey de los animales, y que sería pintado por Alberto Durero, con el peculiar detalle de que pusiera un cuerno, pequeño, también en su espalda. O la jirafa que fue llevada a Francia durante el reinado de Carlos X, en 1827:

Durante varios meses, París padeció una <<jirafomanía>> parecida a la que había cumplido en Florencia tres siglos y medio antes. Se compusieron poemas, canciones y obras de teatro en honor de la jirafa. Se fabricaron pasteles y dulces que reproducirían su forma. La imagen del animal apareció en objetos de todo tipo: desde el piano hasta el jabón, pasando por la vajilla, el mobiliario y el papel pintado.

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También nos ilustra por qué fue tan efectiva la treta del caballo de Troya: Admiraban al caballo, en el que veían el más bello y libre de todos los animales, atributo de los dioses, símbolo del movimiento perfecto y, como tal, imagen del ritmo y de la música. Le atribuyen una inteligencia y unos sentimientos parecidos a los del hombre y le conceden origen divino. Cómo el gato, antes mortificado, fue aceptado como animal doméstico cuando, en el siglo XIV, resultó útil en época de propagación de la peste negra, que provocó la muerte de un tercio de los habitantes de Europa. Era el agente más efectivo para eliminar a quien consideraban el principal agente propagador de la epidemia, la gran rata negra. O por qué fue una oveja el primer animal clonado. Fue el primer animal doméstico del ser humano, para cuyo cuidado se domesticó al perro, y se ha convertido en la única criatura que no puede adaptarse a la vida salvaje.

Entre los animales imaginarios, unos son bíblicos: La biblia es el escenario donde aparecen gran número de animales, bien porque representan un papel importante en la narración, descripción o enumeración, bien porque se usan como imágenes o en comparaciones. En relación a las múltiples y diferentes representaciones pictóricas del Arca de Noe, y qué animales se destacan según la época, señala cuán revelador es como reflejo del sistema de valores, de modos de pensamiento y de sensibilidad, de saberes y de clasificaciones zoológicas que difieren según las épocas, las regiones y las sociedades. Merecería la pena realizar un estudio detallado en cada periodo de la historia, en cada religión y cultura, quizá incluso en cada medio artístico. Los hay mitológicos, como el Minotauro, o cómo se sedimentó la noción de la victoria sobre un toro en la prueba suprema del heroísmo y de la virilidad en el mundo griego. También los hay pertenecientes a las imágenes (pintura, comic o cine). Se pregunta por qué el pato Donald fue más exitoso en Europa que Mickey Mouse, para consternación, y parece que enfado, de Walt Disney, cuando el primero posee sólo defectos, se muestra una y otra vez negativo y gruñón, no quiere trabajar, intenta vivir a expensas de su tío, se lanza a proyectos de los que siempre sale con el rabo entre las piernas; el segundo es recto, leal, simpático, valeroso y audaz, defiende a los débiles, lucha con éxito contra los gansters y los políticos corruptos, emprende miles de aventuras extraordinarias. No basta. Los europeos simpatizan más con lo patético (un reflejo más veraz de lo que somos). O los hay relacionados con la fantasía: Cuándo y cómo comenzó a adquirir resonancia como leyenda el monstruo del lago Ness, a partir de la década de los 30. E inclusive los hay relevantes como objetos: O cómo la inspiración para crear el oso de peluche, el teddy bear, en 1902, fue generada por una vivencia experimentada por el presidente estadounidense Theodore Roosvelt con un osezno que no quiso cazar. La anécdota, como las que nos ilustra con exquisito detalle Pastoureau al respecto de cada animal imaginario o real de los diversos capítulos, suscita una reflexión, en este caso, sobre la relevancia educativa del oso de peluche (que no deja de implicar una reflexión implícita sobre nuestra relación con los animales).

Merecería la pena comparar, a lo largo de las décadas el bestiario del juguete de peluche con el del libro infantil (…) El oso de peluche, primer compañero del niño es el depositario de los primeros olores que reconoce y que reencuentra con agrado. Además, favorece el despertar del niño a la sensualidad táctil (tocar, besar, chupar), y le permite manifestar sus primeros instintos de posesión y dominación, es decir, de sadismo: pellizcar, retorcer, morder. El oso de peluche es el primer objeto del que el niño posee absoluto dominio, es libre para hacer lo que quiera con él.