Con años de retraso, esta semana entraba en vigor la ley de eutanasia, nuestra entrada en el selecto y reducido club de países civilizados que no entienden una vida digna sin una muerte digna.

Podría echar mano del refranero una vez más y decir que bien está lo que bien acaba, pero no sería del todo cierto. Bien está, sin duda, pero para muchas personas ya es tarde. Para personas muertas, que necesitaron de un calvario de dolor y sufrimiento para algo tan sencillo como poner fin a una existencia que ya no tenía sentido, y también para personas vivas, que debieron contemplar con impotencia el padecimiento de ese ser querido o arriesgarse al castigo de querer ayudarle.

No entiendo esa obcecación en negarse a la aprobación de esta ley. Como en el caso del aborto, de la Ley del matrimonio igualitario y tantos otros, reconocer el derecho no implica obligar a ejercitarlo. Es lo que tienen los derechos, que confieren la potestad de hacer o no uso de ellos, pero han de estar ahí.

 Si alguien tiene tan claro que, de hallarse en esa situación límite, no querría que le aplicaran la eutanasia, o no la desearía para alguien de su entorno, nadie le va a obligar a ello. Pero, sin embargo, a quien tenía claro exactamente lo contrario, sí que le obligaban a seguir viviendo en contra de su voluntad. Lo cual, por cierto, no deja de tener un punto de incoherencia. Si una persona se puede suicidar cuando sus facultades se lo permiten, es difícil admitir que no pueda hacerlo si por sí mismo le es imposible. Y no me vale que se responda con que eso implicaría que se pudiera matar impunemente porque para eso, precisamente, ha sido redactada la ley con todo un importante catálogo de garantías.

Espero que con esto suceda como sucedió en su día con la ley del divorcio, o con la ley del matrimonio igualitario, de la que han llegado a hacer uso incluso quienes votaron en contra de su aprobación. Pero habrá que esperar para saberlo.

Quienes creemos que la muerte no es sino una parte de la vida, estamos de enhorabuena. Y estamos de enhorabuena porque, por fin, podemos escoger el modo más digno de darle fin cuando las cartas nos vienen mal dadas. Pero, sobre todo, están de enhorabuena todas esas personas para quienes cada nuevo día es una pesadilla, porque sufren el dolor de una enfermedad sin ninguna esperanza de recuperación. Por todos ellos y por todas ellas, gracias.