Algo así pasó al morir el dictador y al resquebrajarse su podrido régimen: se generó entre los ciudadanos (incluidos los catalanes, por cierto) un deseo común, una ilusión democrática que se respiraba por todos los rincones, incluso mientras los matones campaban a sus anchas. Más claro quedó tras el intento de golpe de Estado de 1981, cuando las calles se abarrotaron de ciudadanos defendiendo la libertad. La Transición, que es verdad que se hizo en libertad vigilada y con los ojos y la nariz tapados, sí tuvo la grandeza cívica de unirnos a una enorme mayoría en torno a un proyecto democrático (y hoy sabemos que igualmente mítico).
Por supuesto que no son exactamente iguales los dos casos; que en ambos hubo y hay ciudadanos que no comparten el proyecto común; que los nacionalismos, en esencia, son excluyentes (centrípetos para los suyos y centrífugos para los demás); que los intereses de uno y otro casos no tienen nada que ver. Es cierto. Pero echo en falta ese proyecto común en el Estado (no en La Nación), en la comunidad política, que nos ilusione a cuantos más mejor. Al contrario, parece que la falta de ese proyecto (y los intereses ideológicos) dejan la puerta abierta a aventuras secesionistas. Cuando se clama por una nueva transición, por una nueva Constitución que construya una organización democrática del poder y las Instituciones más decente, lo que se está pidiendo es precisamente que seamos capaces de dar forma de nuevo a un proyecto común.
Jesús Pichel es filósofo y autor del blog Una cuerda tendida