Las vi el otro día, como de refilón, en medio de un informativo que nos torpedeaba con malísimas noticias de guerras y desgracias, allende nuestras fronteras, y de conflictos, negociaciones, acuerdos y desacuerdos, dentro de ellas. Fue apenas un flash, pero me atenazaron la garganta.

Eran las tumbas sin nombre de inmigrantes que trataron de llegar a nuestro país a través de las Islas Canarias, y que no lo lograron. Por desgracia, es una vieja historia a la que nuestros ojos y nuestros corazones se van acostumbrando tanto que apenas les damos importancia. Son dos personas más entre tantas otras, hasta el punto de que parece que ya solo se consideran dos cuerpos, nada más. Dos cuerpos cuya identidad es tan absolutamente desconocida que se les entierra con una letra y un número. ¿Puede haber algo más triste?

Vemos imágenes como esas, nos acostumbramos a mirarlas sin que apenas llamen nuestra atención sin pensar en que, detrás de esa letra y esos números había un ser humano, con sus sueños y sus ilusiones. Como cualquiera de nosotros, como nuestras hijas y nuestros hijos. Al nacer, tuvimos la suerte de que el destino nos colocara en este lado del mapa, y que nos diera una casa, y una familia, y la pertenencia a una tierra donde se reconocen nuestros derechos. Hemos tenido la fortuna de no vernos jamás en una situación como la que se ven esas personas, sin más opción que jugárselo todo en un viaje donde su vida es su único patrimonio. Y, por eso mismo, deberíamos hacer un esfuerzo para ponernos en su piel, para pensar como nos sentiríamos si fuera nuestro cuerpo, o el de cualquier persona a la que queremos, el enterrado en esas tumbas sin nombre.

Sus cuerpos llegaron, pero su alma se quedó enganchada en algún punto del camino, en el mismo donde yacen olvidados todos esos cadáveres que han convertido nuestros mares en enormes cementerios de cuerpos e ilusiones. Y, lo peor de todo, donde yace enterrada también buena parte de nuestra solidaridad, de nuestra humanidad, de nuestra dignidad. Porque ningún ser humano debería ignorar estas cosas, ni siquiera resignarse ante ellas.

A los ocupantes de esas tumbas sin nombre se les ha privado de lo único que les quedaba, su propia identidad. Sus padres ni siquiera sabrán que fue de ellos, ni tendrán un sitio donde ir a llorarles. Solo unas tumbas sin nombre donde quizás, solo quizás, estén enterrados los restos de quien un día fue su amado hijo.

¿Cómo podemos permanecer impasibles?

SUSANA GISBERT
Fiscal (twitter @gisb_sus)