Esta semana salía a la luz la enésima prohibición que los talibanes afganos imponen a las mujeres. Ahora, además de un montón de cosas que ya no podían hacer, no podrán hablar en público porque nadie puede oír la voz de las mujeres. Y eso, viene impuesto por una ley que, como si fuera una broma pesada, llaman Ley contra la prevención del vicio. Porque lo que hagan las mujeres puede provocar a unos hombres que, al parecer, no pueden contenerse ante el mínimo estímulo. Pero luego, las que son castigadas como “viciosas” son ellas y nunca ellos, que han creado un mundo a su medida donde las mujeres solo están para servirles.

Cuando leí esta noticia, además de fluctuar entre la rabia y la pena, recordé algo que leí hace mucho tiempo. En un museo sobre torturas medievales, se mostraba un artefacto destinado a castigar a las mujeres chismosas, llamado “la máscara”. Consistía en una especie de cepo que se colocaba en la cara de la infortunada y que no solo le impedía hablar, sino que le causaba dolorosos efectos secundarios. Por si fuera poco, se le exhibía de semejante guisa en la plaza pública para que fuera objeto de mofa y befa por todos los parroquianos, algunos de los cuales, además, las golpeaban. Por supuesto, con tan sutil medida no solo se acallaba a la desdichaba, sino que se avisaba a cualquier mujer que “se fuera de la lengua”

Hoy, en pleno siglo XXI, los talibanes hacen en Afganistán lo mismo que hacía la Inquisición en el Medievo. Pero con dos grandes diferencias: de una parte, que los inquisidores de ahora no discriminan, e imponen su castigo a absolutamente todas las mujeres; de otra, la hipocresía que sustituye una máscara de tortura por un aparentemente inocuo burka, un trozo de tela que tal vez contiene más crueldad y más secuelas que cualquier artilugio inquisitorial.

Pero, aunque parezca una paradoja, lo que me llama la atención es que esto llame la atención. Que, recién cumplidos los tres años desde que la llegada al poder de lo talibanes condenara a las aganas al peor de los ostracismos, nos rasguemos las vestiduras por una norma que prohíbe que se oiga a las mujeres. Porque, aunque pudieran gritar, ya hace mucho tiempo que nadie las oye, que el mundo se ha acostumbrado a  su desgracia, como se acostumbra a todo, parapetado en su zona de confort.

Y es que, lo reconozcamos o no, el mundo entero había condenado a estas mujeres al silencio mucho antes de que los talibanes les prohibieran hablar por ley.

SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (twitter @gisb_sus)