Hace tiempo que le conozco, converso y trato con él con frecuencia, conozco su rigor intelectual y moral, pero si debo definir a Salvador Illa de forma precisa y breve lo hago como con el título de este artículo: un hombre tranquilo. Quienes le tratan desde hace más años que yo, o lo hacen con mucha mayor asiduidad, coinciden en que resulta sorprendente verle irritado, que apenas se inmuta por nada, que es muy difícil sacarle de sus casillas. Prudente, discreto, meticuloso, nada dado a la grandilocuencia, y mucho menos aún a la demagogia, nada hacía prever que Salvador Illa se convertiría en lo que es ahora: en la persona que el presidente del gobierno Pedro Sánchez ha puesto al frente del equipo de ministros y otros altos cargos que gestionan el estado de alarma con el que España se enfrenta a la crisis sanitaria provocada por el coronavirus, una crisis sanitaria global y de extrema gravedad no solo en el campo de la salud pública sino también en lo económico y lo social.

Nacido el 5 de mayo de 1966 en el municipio barcelonés de La Roca del Vallès, Salvador Illa Roca se licenció en Filosofía en la Universidad de Barcelona (UB) y luego estudió un máster en Economía y Dirección de Empresas en el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE). En 1987 fue elegido concejal en su población natal, en la candidatura socialista liderada por Romà Planas Miró, un veterano socialista retornado del exilio republicano con el presidente de la Generalitat Josep Tarradellas, de quien fue uno de sus mejores y más íntimos colaboradores. La muerte de Romà Planas muy pocos meses después de su reelección en 1995 hizo que Salvador Illa accediera a la alcaldía de La Roca del Vallès, de la que fue desalojado de modo efímero, solo por cuatro meses, por una rara moción de censura, recuperando Illa y el PSC el gobierno municipal con mayoría absoluta. En 2005 Salvador Illa fue designado director general de Gestión de Infraestructuras del Departamento de la Generalitat, teniendo como a consejeros a los también socialistas Josep Maria Vallès y Montserrat Tura. Más tarde, ya en 2010, dirigió el área de Gestión Económica del Ayuntamiento de Barcelona, y entre 2011 y 2016 fue el Coordinador del Grupo Municipal del PSC en el mismo consistorio. En noviembre de 2016 pasó a ser el secretario de Organización del PSC, formando equipo a las órdenes del primer secretario Miquel Iceta, de quien ha sido y es colaborador leal y diligente; sobre todo en la vida orgánica, la implantación territorial y la acción electoral del partido, pero también en las relaciones y negociaciones con las otras fuerzas políticas catalanas. No es ningún secreto que la intervención personal de Illa contribuyó a hacer posible tanto la reelección de Ada Colau como alcaldesa de Barcelona, con el voto favorable no solo del PSC sino también de Manuel Valls, como que la alcaldesa socialista de L’Hospitalet de Llobregat, Núria Marín, se convirtiese en la presidenta de la poderosa Diputación de Barcelona con el apoyo de los diputados de JxCat, así como que el PSC llegara a formar numerosos gobiernos municipales en Cataluña con toda clase de coaliciones postelectorales. Decisiva fue asimismo la intervención personal de Salvador Illa en el pacto del PSOE con ERC que finalmente hizo posible la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno de España. 

Nada hacía prever hasta entonces el inesperado salto de Salvador Illa a la política española, que se produjo precisamente con la decisión de Pedro Sánchez de convertirle en ministro de Sanidad. Esto sucedía el pasado día 10 de enero, hace solo poco más de un par de meses. Tampoco nada hacía prever en aquellos momentos que el Ministerio de Sanidad se enfrentaría al gravísimo reto del COVID-19.

Me dicen quienes siguen tratándole con relativa frecuencia que, incluso en plena vorágine de esta gran crisis sanitaria a la que nos enfrentamos, Salvador Illa sigue siendo aquel hombre tranquilo, casi imperturbable, que conozco. A todos nos conviene que siga siéndolo. Que nadie se sorprenda ni extrañe que no se inmute ni tan siquiera ante las miserables intemperancias de aprendices de brujos o de brujas, a las mezquindades de irresponsables que ni tan siquiera ante una crisis tan extremadamente grave como esta son capaces de intentar atemperar todas sus incontinencias.