Algunas residencias son las macrogranjas de la tercera edad. Tanto a estas como a aquellas las unen el hacinamiento, el maltrato, el desinterés. En algunos de estos galpones para octogenarios, se humilla a los residentes, se les da mal de comer, se les deja morir. Hay imágenes. Parece que poco o nada ha cambiado la situación en ciertos morideros desde que irrumpió el coronavirus, cuando Ayuso y su neoliberalismo de probeta dieron el pasaporte al más allá a miles de ancianos que no disponían de seguro privado para acudir a un hospital.

Como estos campos de exterminio carecen de médicos permanentes, si un abuelo enferma por la noche de ahogos y soledad, los únicos fármacos que le administran son un Gelocatil y tres padrenuestros a san Pantaleón, patrono de la salud, después de ensuciarle al viejo el babero inapetente con un caldito de Avecrem, confiando en que, entre la ciencia y el santo, aunque más este que aquella, obren la magia de conservar casi vivo al abuelata hasta que salga el sol.

Si, por uno de esos contratiempos que ocurren, Pantaleón está de after ibicenco con santa Mónica o se le acumulan las solicitudes de milagros en el correo y el vejete muere, no pasa nada. “Más se perdió en Cuba”, dirá el capataz de Dachau mirando el pladur refranero del techo. Se lo entierra en una bolsa de plástico y se lo tira al cubo de las estadísticas, donde ya lo recogerán los parientes cuando vuelvan del fin de semana mientras un funcionario del INE le reza a la momia un responso de Excel y que Dios lo acoja en su gloria, a ver si allí te dan la pensión que has estado comiendo al Estado durante veinte años, desgraciado.

Antes éramos más misericordiosos, más caritativos, y abandonábamos a nuestros mayores en las gasolineras, junto con el perro, cuando nos íbamos de vacaciones. Les metíamos en un bolsillo de la chaqueta una rodaja de salchichón y tres o cuatro pastillitas de Adiro para que fueran tirando en el monte. Y alguno hasta sobrevivía, que peor debió de pasarlo en el frente del Ebro o criando a seis hijos, a ninguno de los cuales hundió el llanto gangoso y lechal en un balde de agua cuando nació, ni siquiera al último, a pesar de que, a partir de entonces, se debería multiplicar para estar en seis trabajos a la vez a fin de alimentar no solo las numerosas bocas de su familia numerosa, sino las de un país que solamente empezaría a salir de la posguerra en 1975.

Pero desde entonces hemos avanzado mucho en derechos. Yo creo que incluso la Audiencia Nacional condena ya con treinta años y un día de cárcel eso de envejecer, un delito infinitamente más inicuo que gritar gora ETA con spray en un muro o que despreciar a ese señor que fundó una muy lucrativa y opaca empresa familiar a la que algunos siguen llamando monarquía.

De manera que hoy, si envejeces, es porque eres un inadaptado que solo busca tocarle las narices al poder judicial y contradecir a los neomisioneros de la eterna juventud, esos que, en la tele, en las revistas de salud, en las herboristerías, te venden la inmortalidad por treinta monedas de plata o te invitan a que disimules las arrugas, suprimas la barriga y perfecciones la silueta, tal como exige el catecismo de la Iglesia Ortodoxa del Perpetuo Consumo. Para lo cual tienes el deporte, como en los tiempos fascistas, alienante y peterpanesco, el terrorismo del bótox y la cirugía antiestética.

Todo vale con tal de conseguir el mens sana in corpore sano, no importa que el apotegma no signifique lo que creemos que significa. Figura al final de la sátira X de Juvenal, y allí leemos: “Hay que rogar por una mente sana en un cuerpo sano. Pide un ánimo vigoroso que no se acobarde ante la muerte, y que considere el último tramo de la vida como un regalo de la naturaleza, que sepa soportar cualquier trabajo, que sepa no enfurecerse, que no desee nada, y que crea preferibles los duros trabajos de Hércules al amor, a los festines y a los lujos de Sardanápalo”.

Claro, que los únicos que han llegado tarde a la juventud son los viejos, esos frikis que babean nostalgias rurales frente a algún reportaje de Aquí la Tierra, atornillados en el sillón de sus casas de renta antigua con olor a puchero y a bragueta meada, glotones de imágenes, avaros de medicinas y eternos matusalenes que consumen, sí, pero no producen. Y esto último es imperdonable para el capital. Tanto que no sabe disimular su irritación por el atrevimiento de los mayores, que se mueren dos o tres veces al día, pero que siempre resucitan para el yogur de las diez gracias a un revoltijo de grajeas y a la foto pixelada de los nietos.

Casi dos años después de tantas víctimas en los asilos de Madrid a causa de Ayuso más que del coronavirus, continuamos en las mismas angosturas, sin abrir el plano. Aunque ocurrió meses atrás, se ha conocido ahora la muerte de una anciana en una de esas residencias con pecado concebidas. Me refiero al pecado del dinero, naturalmente, pues el capitalismo siempre “afila sus cuchillos en lingotes de oro” (Carlos Edmundo de Ory). Esta anciana, esta nonagenaria de huesecitos de hojaldre y voz paliducha, como de segunda mano, murió asfixiada en una residencia de la Comunidad de Madrid, en la de Villa del Prado, un pueblo que he visitado tres o cuatro veces por recrearme en la pintura mural de su iglesia, a la que algunos, sin demasiada hipérbole, llaman “la Capilla Sixtina de Madrid”.

Pues bien, en esta residencia gestionada por la gran empresa privada Sacyr Social, que se embolsa 2,7 millones de euros públicos año, y que ya estaba siendo investigada por la muerte de otra anciana y había recibido dos multas por falta de personal, aquí, digo, en este edén a la inversa, perdió la vida esta señora. Y de la manera más horrible: ahorcada con esas correas de sujeción con las que torturan a los ancianos para inmovilizarlos, con el pretexto —manifiesto— de que no se caigan y se lesionen, pero con la intención —oculta— de que los empleados tengan menos quehacer. Y lo mismo podría decirse de la medicación, demasiado a menudo una camisa de fuerza farmacológica para que el octogenario, ese niño tardío, no dé la brasa a los cuidadores.

Hay mucho silencio, mucho interesado silencio en algunos de estos Auschwitz geriátricos, pero, si apagas el móvil, si le quitas el volumen al televisor, es posible que aún oigas los gritos de una viejecilla que salen de su tumba mal cerrada.