Lo de instalar universidades privadas en centros comerciales solo podía venir de la mano del PP. En Extremadura, la derecha acaba de aprobar la primera universidad privada de la región: capital chileno, informes técnicos demoledores y una ubicación tan insólita como reveladora: dentro de un centro comercial. Una universidad junto al pasillo de los yogures o frente a la tienda de bricolaje. Así, al ir a clase puedes aprovechar para comprar el pan o sacarte otro título, según presupuesto. La banalización de la educación superior alcanza aquí su máxima expresión: el conocimiento convertido en otro producto del supermercado ideológico del PP.
El proyecto, impulsado por PP y Vox en la Junta de Extremadura, ha salido adelante sin completar la tramitación legal: sin dictamen del Consejo de Estado, sin debate parlamentario, sin enmiendas, sin comparecencia de expertos, sindicatos o sociedad civil. A toda prisa y con informes contundentes del Ministerio de Universidades: dudas financieras, profesorado sin definir, investigación “poco definida” y ratio docente insuficiente. En resumen: un chiringuito académico de manual. Pero a la derecha no le tiembla el pulso. Prefieren negocio educativo a universidad real.
De hecho, la presidenta de Extremadura, María Guardiola, ha decidido convocar elecciones anticipadas apenas unos días después de aprobar este proyecto. Un movimiento que muchos interpretan como un intento de esquivar el desgaste político que ha generado esta polémica universidad de centro comercial. Una huida hacia adelante que resume bien la improvisación y la falta de transparencia con la que se ha gestionado todo el proceso.
El modelo es siempre el mismo: primer año, unos 300 alumnos; en unos años, 2.000. Matrícula: 5.000 euros por grado y 7.500 por máster. ¿Lo más revelador del plan económico? El gasto previsto en marketing es el mismo que en profesorado y personal. Porque aquí no se trata de enseñar, sino de vender. La universidad como franquicia, el conocimiento como marca, el estudiante como cliente. Un reflejo exacto del concepto de educación que defiende el PP.
Pero esta universidad de centro comercial no es una excepción. Es síntoma de un modelo que se ha expandido por todas las comunidades gobernadas por la derecha. En los últimos 20 años, solo el 2% de las nuevas universidades creadas han sido públicas. En cambio, las privadas han crecido un 120%. Madrid y Andalucía son los dos grandes laboratorios de esta ofensiva: donde Ayuso y Moreno Bonilla impulsan más centros privados que nadie, mientras asfixian las universidades públicas.
En Madrid, el gobierno de Ayuso ha convertido la Comunidad en el paraíso de la universidad privada: lidera el ranking nacional de centros privados, pero invierte menos que nadie en la pública. Estudiar allí puede costar más de 20.000 euros al año, una cifra fuera del alcance de la mayoría. Mientras tanto, universidades como la Complutense o la Autónoma sobreviven con presupuestos congelados y plantillas bajo mínimos. Es un modelo elitista que margina a la clase media y rompe el ascensor social que durante décadas permitió a millones de jóvenes progresar gracias al estudio.
En Andalucía, la receta de Moreno Bonilla es la misma: recortes a lo público, vía libre a lo privado. Ha paralizado proyectos, recortado en investigación, y se ha convertido en el presidente autonómico que más universidades privadas ha autorizado en el último año. Su política es clara: dejar morir lo público para que florezca el negocio. En su modelo de universidad, quien tiene dinero estudia; quien no, se resigna.
Esta estrategia del PP tiene un patrón: primero se ahoga la universidad pública; después se genera una demanda sin respuesta; finalmente, se construye un mercado reservado a quienes pueden pagar. La universidad deja de ser un derecho y se convierte en un producto. Se sustituye el mérito por el dinero, el esfuerzo por la tarjeta de crédito.
Frente a esta deriva, el Gobierno de Pedro Sánchez ha dado un paso clave: un Real Decreto aprobado por Consejo de Ministros que endurece los requisitos para crear nuevas universidades, tanto públicas como privadas. El texto exige un mínimo de 4.500 estudiantes, programas reales de investigación, profesorado acreditado y financiación solvente. Además, establece un informe vinculante de la ANECA (la agencia nacional de calidad) para impedir que comunidades gobernadas por el PP autoricen proyectos sin garantías mínimas.
El decreto quiere frenar, precisamente, la proliferación de estos “chiringuitos universitarios” que desprestigian el sistema, degradan el valor de los títulos y engañan a miles de estudiantes. Y no es una medida ideológica: los datos lo justifican sobradamente. En 1983, había en España 33 universidades públicas y 4 privadas. Hoy hay 50 públicas… y 46 privadas. Desde 1998 no se ha creado ni una sola pública nueva. En cambio, se han fundado 27 privadas. El número de estudiantes ha crecido un 21%, pero el aumento lo ha absorbido casi por completo la privada: en las públicas, el alumnado solo ha subido un 2%; en las privadas, un 129%.
No es que los jóvenes prefieran pagar más: es que las públicas están asfixiadas y no pueden ofrecer suficientes plazas. Suben las notas de corte y quien se queda fuera no tiene otra opción que pagar, si puede. El resultado es claro: la educación superior deja de ser un derecho universal y se convierte en un privilegio de clase.
El nuevo decreto también refuerza la supervisión: las universidades deberán rendir cuentas anualmente, acreditar su producción investigadora y demostrar viabilidad económica. Se exige además que dispongan de residencias o alojamiento para al menos el 10% del alumnado, algo clave para garantizar la movilidad y el acceso. Y se acabó el truco de los fondos de inversión que improvisan campus online sin docentes reales: las universidades virtuales deberán contar con al menos el 75% de su profesorado residente en España o la Unión Europea.
Estas medidas no son “contra” las privadas, como grita la derecha, sino a favor de la calidad y del prestigio universitario español. El Gobierno reconoce que existen universidades privadas excelentes. Pero lo que quiere evitar es que algunas comunidades conviertan la educación en un mercado sin control, sin reglas y sin garantías.
¿Y qué hace la derecha ante esta regulación? Lo de siempre: gritar “intervencionismo” y recurrir al Tribunal Supremo. La presidenta Ayuso ya ha anunciado que llevará el decreto ante la justicia. ¿El motivo real? Que, con esta nueva norma, el negocio se le complica. Se le acaba la vía libre para autorizar universidades de saldo, muchas veces ligadas a fondos de inversión y capital extranjero, sin profesorado real ni garantías mínimas. El chiringuito de las privadas entra en riesgo, y por eso lo defienden con uñas y dientes.
La universidad del PP —la que cabe en un centro comercial— es la metáfora perfecta de su modelo de país: un escaparate donde todo se compra y nada se piensa. Frente a esa caricatura, la universidad pública sigue siendo uno de los pilares más sólidos de nuestra democracia. Y defenderla no es una cuestión ideológica, sino de dignidad nacional.
Síguenos en Google Discover y no te pierdas las noticias, vídeos y artículos más interesantes
Síguenos en Google Discover