Está esa Extremadura verde que monologa en el encinar; la que tiene veleidades de Giralda andaluza; la austera como un epílogo de Castilla; la brutal de curas y caciques que nos contó Felipe Trigo en Jarrapellejos; la Extremadura ecuestre de Pizarro; la tradicionalista y labriega de Gabriel y Galán y la sutil de Álvaro Valverde. Pero también hay una Extremadura esnob y rubia. Y va a desaparecer. El Tribunal Superior así lo acaba de dictaminar. Ha condenado a los ricos al desahucio, como si fueran meros pobres. Es el resultado de un folletín judicial de más de una década de moho y burocracia. Y ahora, flashback, por favor.

Con el nihil obstat de políticos autonómicos dizque socialistas —que recalificaron terrenos y los protegieron después con mastines y leyes—, un sobrino de cierto señor fugado a Abu Dabi y un pariente del empresario Alberto Alcocer comercializaron un Cancún elitista o elitesco a hora y media de Madrid. Un resort de lujo entre los pueblos cacereños de El Gordo y Berrocalejo, en un islote del pantano de Valdecañas, aunque, más que de isla, habría que hablar de península, porque ese Cancún está unido por un suspirillo de tierra al continente o lo que sea eso que, a veces, gobierna Fernández Vara.

Marina Isla de Valdecañas, con mayúsculas reverenciales, llamaron los constructores a ese invernadero para pijos. Y, sin ahorrarse ningún tópico de clase, le pusieron pistas de pádel, campo de golf, picadero de caballos, club náutico, hotel, dos o tres ejemplares del magazine Robb Report para las visitas y mogollón de chalés que, en su éxtasis de horterismo, los propietarios llamaron villas. Y como estrambote, una playa para que el hijo de Aznar y sus vecinos aliviaran el estrés con terapéuticas vistas a la sierra de Gredos.

Pero los caciques del ladrillo construyeron donde no debían. Y a sabiendas, además, aunque confiando, intuyo, en el poder del dinero, que compra voluntades, doblega leyes y tapa bocas y otros orificios con su beso negro. Porque ese islote era —y es— un espacio de la Red Natura 2000 —una red ecológica europea de áreas de conservación de la biodiversidad— y Zona de Especial Protección de Aves (ZEPA). Dicho de otro modo, aquel respingo de tierra constituía la Casa del Pueblo en la que los milanos reales y otras personas de bien se juntaban a hablar de sus cosas.

Y los lugareños, ¿qué? Pues tan felices de que los señoritos de Madrid les quitaran el pan a los pájaros para darles las migajas a ellos. Los que, sin embargo, no dieron un paso atrás fueron los ecologistas. A alguno de los cuales le ha costado muy caro, hasta el punto de que no ha salido en las crónicas de sucesos por poco (ciertos extremeños son muy amigos de la escopeta racial y portohurraqueña).

Me refiero a Francisca Blanco, la coordinadora de Ecologistas en Acción de Extremadura, que fue la primera en denunciar a los promotores del engendro urbanístico en, repitámoslo, una zona sumamente protegida. Sus convecinos de El Gordo le premiaron la defensa de la ley haciéndole la vida imposible. Según ellos, aquella señora les quitaría el trabajo como sirvientes de los señoritos, que iban a traer el plan Marshall al pueblo para que hasta las ovejas pudieran tomar el sol en la playa junto a los famosetes, empresarios, banqueros y demás trileros. Para disuadirla, a Francisca Blanco le rompían pedagógicamente los retrovisores del coche, le echaban mierdas en la carrocería, le reventaban las ventanas de casa e incluso le arrojaban simpáticos cócteles molotov. Bah, gamberradas, sentenciaban los filósofos de puro y carajillo en el bar del pueblo. Pero ella no se dejó achantar. El Tribunal Supremo les acaba de dar la razón a Francisca Blanco y al resto de ecologistas. Hay que demoler la Pijolandia extremeña porque vulnera la legislación urbanística y ambiental. Esto sí que es ecologismo verité.