Un año más se ha realizado el estudio que investiga cuáles son los países más felices del mundo y acabamos de saber los resultados. Se trata de la publicación anual del World Happiness Report, Índice global de Felicidad, de las Naciones Unidas que, con la colaboración de expertos de diversas universidades del mundo, analizan la felicidad, el bienestar, la placidez, la calidad de vida de los ciudadanos en 157 países, basándose, por supuesto, en distintas variables y diversos factores: apoyo social, salud, ingresos, libertad, satisfacción y ausencia de corrupción.

España ha quedado en un puesto más que mediocre, el 32 de la lista, a pesar de nuestro sol y nuestra geografía privilegiada. Por sexto año consecutivo Finlandia se ha situado en el primer puesto. Muy curiosamente, casi siempre salen en primer lugar alguno de los países nórdicos, a pesar de la dureza de su clima, un factor importante en esta cuestión. No es algo casual ni baladí, y tiene también una lectura política que creo interesante poner en perspectiva. Porque es evidente la ecuación democracia, laicidad y felicidad.

Es obvio que estos resultados son consecuencia de que los países nórdicos son el que se considera el único “paraíso democrático y laico del planeta”. Son las democracias plenas, auténticas, en las que se cuida en extremo lo público, en las que hay mejores salarios, mejores servicios, más cultura, mejor Educación pública y gratuita, más derechos públicos, más participación ciudadana, más conciencia democrática, ecológica y animalista, más tolerancia, más igualdad, menos machismo, y, por supuesto, más racionalidad y más librepensamiento.

La laicidad es la columna vertebral de las democracias. Es el garante de la asepsia ideológica de los Estados,  y de la liberación del yugo de las religiones en cuestiones políticas y públicas, lo cual es, quizás, el punto clave de la cuestión.  Los países y las sociedades sometidos a la presencia de la religión y sus dogmas impuestos son sociedades atrapadas en el sometimiento a unos esquemas políticos, sociales y morales que son el polo opuesto del  humanismo y de los derechos humanos. Las religiones monoteístas demonizan la alegría, la libertad, la búsqueda de la felicidad; nos sumergen a los individuos en el miedo, la culpa, el temor al castigo, y hacen loor continuo a la desgracia y a ese famoso valle de lágrimas que nos hacen creer que es la vida. Un verdadero panegírico del sufrimiento y de la tristeza.

Los privilegios económicos de las Iglesias, que son inmensos, provocan igualmente un empobrecimiento en derechos y prestaciones públicas y sociales. Si el dinero con el que el Estado español financia a la Iglesia católica (cerca de 15.000 millones de euros anuales sólo de los PGE) podemos imaginar la cantidad de hospitales, escuelas, mejora de salarios y pensiones, eficiencia en servicios sociales, etc. podríamos tendríamos los españoles. Todos esos que en Finlandia y en los países nórdicos benefician a los ciudadanos por ser Estados laicos que no financian a ninguna organización religiosa.

Por otro lado, la ideología y la dogmática religiosas son fundamentalmente reaccionarias y totalitarias, de ahí que la religión siempre se alíe con derechas y extremas derechas, y considere enemigas a cualquier ideología progresista y a cualquier ideario de democracia, humanismo, tolerancia o de respeto a la diversidad y a los derechos humanos. El humanismo, sin duda alguna, es un gran aliado de la felicidad humana, al considerar al hombre con derecho a la autorrealización y a la búsqueda de la plenitud y de la alegría; al contrario del teísmo, que considera al ser humano un esclavo sumiso e inerme de la divinidad, torturado por los sentimientos de pecado y de culpa, y aterrado, consciente o inconscientemente, por el famoso “castigo divino”; aunque, como bien dijo Tólstoi, el infierno no está en ultratumba, está aquí, a nuestro alrededor, creado por los propios hombres.

Dicen que la religión es una herramienta del poder. Las sociedades temerosas y sumisas son mucho más manipulables; de ahí que Karl Marx dijera que “la religión es el opio del pueblo”; frase con la que se refería el filósofo alemán a que la religión es, a nivel social, como una droga que adormece la conciencia, induce a la gente a la indolencia, al conformismo y la inacción, y la aleja del pensamiento crítico.  

Dice, en este sentido, Gilles Deleuze, uno de los más grandes filósofos franceses del siglo XX que “el poder tradicional requiere personas tristes. Necesita tristeza porque a los tristes se les puede dominar. La alegría, por tanto, es política, es potencia de vida y es resistencia”. Y decía Bertrand Russell que la felicidad es el objetivo de la vida. Obstruir nuestro derecho a ella quizás sea el mayor de los pecados que se pueda cometer. Defendamos, por tanto, nuestro derecho a la alegría y a la felicidad como un principio, como una bandera, “como un derecho, defenderla de Dios y del invierno” parafraseando a Benedetti; y estaremos creando una vida más feliz, una sociedad más feliz, un mundo más feliz. Y, también, de paso, estaremos construyendo tolerancia y democracia.

Coral Bravo es Doctora en Filología