Si hace unos años nos hubieran invitado a invertir dinero (los que lo tuvieran) en una empresa de muebles cuyo hecho diferencial fuera que los clientes son los encargados de acarrear el material en el almacén, cobrarse la factura, transportarlo por sus propios medios, subirlo hasta la vivienda y montarlo, la inmensa mayoría de los que en ese tiempo teníamos edad para el raciocinio, hubiéramos pensado que se trataba de un desvarío.

El interlocutor podría haber intentado convencernos con el argumento de que el género vendido, a medio hacer, tendría precios competitivos, pero aún así muchos hubiéramos seguido pensando que el asunto estaba a medio camino entre el abuso y la tomadura de pelo. Y, como todos sabemos ahora, habríamos perdido una magnífica ocasión de ganar mucho dinero.

Pocos nos hubiéramos imaginado hace tres décadas, que el capitalismo iba a dar una vuelta de tuerca tan atrevida y, aún menos, que la inmensa mayoría lo íbamos a aceptar con tanto entusiasmo. Hasta no hace mucho tiempo, la palabra empresario era  sinónima de creador de empleo. Hoy en día, las grandes empresas las dirigen directivos pagados por accionistas cuyo único objetivo es ganar el máximo dinero en el menor tiempo posible. Los trabajadores son un mal que empieza a no ser necesario, después de la genial ocurrencia de que sean los clientes quienes se ocupen de irlos sustituyendo.

Lógicamente, semejante cuadratura del círculo ha triunfado entre las principales compañías y, muy especialmente, entre las de servicios. Llenamos los depósitos de nuestros vehículos con productos inflamables con la única protección (si no está vacío el expendedor) de unos finísimos guantes de plástico. Y luego hacemos de autocajeros. Deambulamos por los pasillos de los grandes almacenes empujando pesados carritos y escogiendo, muchas veces al azar, productos para los que necesitaríamos el consejo de un  vendedor experto. Para luego descargar en una cinta y volver a cargar en bolsas lo que vamos a autocobrarnos.

Pero nadie como los bancos han sabido interpretar las posibilidades de tan genial idea. No satisfechos con cobrarnos por poner nuestro dinero a su libre disposición, de obligarnos a contratar sus seguros o de pagar por usar unas tarjetas de las que cobran también de los comercios que las aceptan, ahora pretenden que hagamos el trabajo de los miles de empleados que están echando a la calle, pese a que sus beneficios aumentan cada año. Ingresos, reembolsos, transferencias, pagos de impuestos y el largo etcétera de lo que hasta no hace mucho era la ocupación de los trabajadores bancarios, los realizamos  los paganos de los insultantes sueldos de los banqueros.

Al paso que van las cosas, quizá el único trabajo que no tengamos que hacer sea el de nuestro entierro. Aunque seguro que no tardará en aparecer una compañía funeraria que triunfe ofreciendo la oportunidad a los familiares y amigos del difunto-cliente, de fabricar el ataúd, cavar la fosa y oficiar la ceremonia fúnebre. Tal vez lo único que no hayan tenido en cuenta es que el día que las empresas despidan al último trabajador, también despedirán al último cliente.