Me cae bien don Arturo. Me refiero a Schopenhauer, claro. Su pesimismo de filósofo cascarrabias es terapéutico. Hay que reconocer que un tipo que lleva esas patillas como si fueran asas de un búcaro y esa cabellera como recién centrifugada merece respeto. Mucho respeto. Pero si a esas crines temperamentales le agregamos que Schopenhauer se enfrentó al mismísimo Hegel, la rockstar filosófica del momento, al que llamó soplagaitas y filosofastro, la admiración cuaja para siempre como el hormigón de Portland.

En fin, cierro este prólogo remolón con el que solo buscaba anunciar que estos días de nieve mediática y Filomena he estado leyendo un opúsculo de Schopenhauer. Se titula El amor y otras pasiones. Absténganse de sus páginas los hiperestésicos, los que padezcan de eczema, aquellos que lleven marcapasos y no hayan pasado la ITV y, sobre todo, los evangelistas de lo políticamente correcto. Precisamente cuando les llega el Juicio Final a las naciones, Schopenhauer dice a bocajarro de los Estados Unidos: “El carácter propio del norteamericano es la vulgaridad en todas sus formas morales, intelectuales, estéticas y sociales; y no solamente en la vida privada, sino también en la vida pública; la vulgaridad no deja ni a sol ni a sombra al yanqui, haga lo que haga. […] Para decirlo con claridad: los norteamericanos son los plebeyos del mundo entero”.

No iba descaminado don Arturo. Aparte de Miley Cyrus y bastantes especímenes más del zoológico artístico, ahí tenemos como prueba de las afirmaciones de Schopenhauer el asalto al Congreso, estos días de atrás, por parte de un montón de personajes que ni para extras de Los Simpson valían. Aquello era la revolución pasada por el selfie y el disfraz. Y, sin embargo, uno cree que Schopenhauer se equivocó, a pesar de haber acertado. Porque la vulgaridad, la simpleza y la imbecilitas crónica ya no son patrimonio exclusivo de ningún país ni de ninguna clase social. Están tan bien repartidas como las cartas en el juego del cinquillo.

Hoy todo tiene que ser guay y telegénico, incluso los golpes de estado y las nevadas. Todo deber ser, efectivamente, ligero, espumoso, superficial, placentero, pueril. Hasta el lenguaje debe ser bajo en calorías. Sobre todo, el lenguaje, que es el reflejo de nuestra compresión de la realidad.

Antes era el niño el que debía convertirse en adulto. Hoy es el adulto el que se esfuerza heroicamente en convertirse en niño. Parodia del bebé, nostálgico del pañal, el adulto mutila las palabras, esquematiza la expresión, jibariza el vocabulario, reduce el mundo a la esfera de lo emocional y onomatopéyico: chuli, diver, guay, mola. Y todo, absolutamente todo, incluidas las catástrofes, como la que nos ha dejado la borrasca Filomena, que no sé a quién se le ha ocurrido ponerle ese nombre de ruiseñor (Filomena es ruiseñor en poético), constituye motivo de diversión. Si Mallarmé argüía que el mundo existe para llegar a un libro, hoy el mundo existe para acabar en la galería fotográfica del móvil.

Lo digo por lo siguiente. Como los ciudadanos de Madrid nos hemos transformado en trabajadores sin sueldo del Ayuntamiento, no nos quedó otra, si queríamos salir de casa a comprar víveres, que empuñar recogedores, bandejas del horno, cepillos y palas, y comenzar a apartar la nieve de las aceras. Yo estaba en la azotea de mi edificio quitando de los sumideros las deposiciones blancas de Filomena y amontonando la nieve donde menos perjudicase a la comunidad de vecinos. Fue al tomarme un descanso, apoyados los codos en el antepecho de la terraza, cuando lo advertí.

Mientras la familia de inmigrantes latinoamericanos del portal 18 doblaba el espinazo retirando la nieve no solo de su vivienda, sino de toda la manzana, los españoles pisoteaban con sus pezuñas de Decathlon el edén blanco. Qué más daba si la nieve se endurecía y los coches de bomberos o las ambulancias derrapaban y atropellaban a algún viandante o se estrellaban contra los vehículos aparcados. Se les demandaba después y en paz. Había que divertirse. Había que disfrutar de la nieve, ese incunable meteorológico en Madrid. Y esquiar sujetos por cuerdas a los guardabarros de los coches. Y lanzarse bolazos lúdicos. Y preparar una sonrisa dentona delante de la manita que sujeta cenitalmente el móvil para enviar de inmediato el giliselfi a todos tus contactos del WhatsApp, sin pensar si tu obra maestra les interesa o no. Tú contamina la iconosfera. Y arrójate calle abajo en trineo o resbala y rómpete jovialmente una pierna, que hay médicos y yeso y escayolas para todos. Hay que divertirse, aunque nos cueste la vida.

“Haz el angelito”, le ordenó un padre, móvil en mano, a su hija de cinco o seis años. Estaban en la calzada. “Túmbate boca arriba en la nieve y mueve a la vez los brazos y las piernas. Ya verás que chuli”. La niña levantó la naricilla atónita hacia su progenitor, se rascó la cabeza por debajo del gorro, frunció el ceño, miró la nieve. “Hace mucho frío, papá”, se defendió. Pero él, hasta que no convenció u obligó a la cría a hacer lo quería, no paró. “¡Mira! ¡Cómo mola!”, aprobó la instantánea en la pantalla del móvil. “Y ahora le mandamos la foto a mami, ¿quieres?”

Entretanto, los sudacas del 18, que, como todos los inmigrantes sin excepción, vienen a robar, a violar, a quitarnos el trabajo, ya habían limpiado de nieve la acerca para que pudieran volver a casa sin apuros el padre, la niña y el angelito.