La situación político-procesal de la ya exvicepresidenta valenciana también puede formularse así: Mónica Oltra es culpable mientras no se demuestre lo contrario. Quienes se ponen estupendos –por no decir farisaicos– proclamando que el hecho de dimitir por haber sido imputada no significa señalarse como culpable no parecen advertir que la dimisión tiene justo el efecto contrario.

La renuncia de la líder de Compromís ratifica una culpabilidad que en realidad es previa y aun indiferente a la decisión de dimitir, pues es la imputación judicial misma la que, al poner a Oltra bajo sospecha, la culpabiliza irremediablemente: no a los ojos de la justicia, que en principio y salvo que se demuestre lo contrario se limita a hacer su trabajo, pero sí a los ojos de todas las demás instancias que intervienen en el espacio público y conforman la opinión de la gente.

Recordemos sucintamente los hechos: el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana ha imputado a la vicepresidenta después de que el juez instructor concluyera que había “indicios plurales, que en principio hacen pensar que fueron orquestados” por la vicepresidenta, de la participación de esta en la elaboración de un expediente para entorpecer la investigación del caso de abusos a una menor tutelada por el que fue condenado su exmarido en diciembre de 2019.

Imputación igual a crucifixión

Si, milagrosamente, la justicia va rápida, Oltra puede quedar libre de toda sospecha en poco tiempo: libre de toda sospecha judicialmente, técnicamente, pero no libre política, social ni mediáticamente. El vil refrán de que ‘cuando el río suena agua lleva’ habrá convertido para entonces a Oltra en una apestada… salvo que regresara a la Vicepresidencia de la Generalitat habiéndole sido restituidos los galones que, en caso de quedar desimputada, tan injusta y precipitadamente le fueron arrebatados.

Pero también podría ocurrir que futuras diligencias confirmaran los indicios y Oltra acabara en el banquillo, en cuyo caso ¿deberíamos concluir que su señalamiento público como culpable sí había estado justificado? La respuesta es no.

Mientras en el ámbito estrictamente judicial de un Estado de derecho alguien es inocente mientras no se demuestre lo contrario, en el ámbito político y mediático de ese mismo Estado de derecho ocurre lo contrario, como saben demasiado bien quienes han sufrido calvarios procesales que finalmente se saldaron con una absolución por parte de esa misma justicia que previamente había facilitado a partidos y medios de comunicación los clavos, el martillo y los maderos para crucificar al imputado, aunque, para ser justos, no así el vinagre y la hiel para humillarlo, líquidos ambos que suelen ser de cosecha propia de políticos, comunicadores, columnistas y tertulianos.

En Andalucía hay personas relevantes –el comunista Antonio Rodrigo Torrijos, el socialista Ramón Díaz, el empresario Francisco Barrionuevo, el directivo Juan María González– que se han pasado largos años suspendidos en la cruz de la ignominia para luego ser absueltos, que parece que es lo mismo que ser inocentes, pero está muy lejos de serlo: una persona pública o semipública que resulta imputada puede, con suerte, alcanzar la absolución, pero difícilmente accederá a la condición de inocente. 

Una victoria doblemente amarga

Durante demasiados años, han sido tantos los titulares de los periódicos y tantas las invectivas de sus adversarios señalando implícita o explícitamente a esas personas como culpables que, a la postre, su absolución judicial es una victoria pírrica, de esas en las que el propio vencedor sale más dañado que el vencido. Y aun algo peor: una victoria doblemente amarga, primero porque no apaga los ecos de haber sido considerado culpable y segundo porque el titular de la misma, en efecto, ha vencido pero frente a él no hay ningún derrotado, nadie a quien reclamar daños y perjuicios, nadie que pague por las mentiras, los errores, la frivolidad o la mala fe.

La convergencia de una larga instrucción judicial y la publicidad dada a tales diligencias previas en los medios de comunicación –rara vez escrupulosos con la presunción de inocencia cuando se trata de políticos– resulta letal para quienes se ven cogidos entre ambos fuegos: la justicia lanza sus nombres al aire y la prensa dispara impune y alegre contra ellos, en una especie de nueva modalidad del tiro de pichón del que, para complicarlo todo un poco más, ni jueces ni periodistas son propiamente culpables porque el siniestro juego, como la vida en la vieja canción, es así: no lo han inventado ellos.

A Oltra le han reprochado estos días no sin razón que también ella crucificó en el pasado a adversarios políticos, exigiéndoles la dimisión inmediata nada más resultar imputados. Lógico, pues, que si en el pasado ella participó, y muy activamente, en el juego cuando los imputados eran sus adversarios políticos, ahora se le pague a ella con la misma moneda cruel.

Bien, de acuerdo, ojo por ojo, diente por diente y ofensa por ofensa, pero tendríamos que intentar como sociedad ir un poco más allá: si hemos sido capaces de modificar drásticamente y para mejor nuestra mirada sobre tantas cosas de las que antes nos mofábamos -–a orientación sexual es una de ellas aunque no la única–, tal vez deberíamos intentar hacer lo mismo, pongamos por caso, con la pésima, injusta y ofensiva gestión que venimos haciendo de la imputación judicial de los políticos.