Por el cielo alto de Castilla ya no pasan ráfagas de vencejos, sino un olor marrón y hormonado a mierda de gorrino. Es el perfume del capitalismo cárnico. La fetidez de las macrogranjas que pueblan la meseta con su parque temático de moscas y purines (más de 400.000 litros diarios, según Ecologistas en Acción). Y es que el lobby cárnico ha asentado una parte de su edén populista y fecal en Castilla.

En efecto, aprovechándose tanto del bajísimo precio del suelo como del envejecimiento de la población, que, a lo sumo, solo opondrá cayados con párkinson a la voracidad de la industria cárnica, los señorucos de la mortadela quieren convertir Castilla en la pocilga de Europa. Por de pronto, aquí hay unas 700 macrogranjas porcinas y bastantes pendientes de aprobación.

Cebados con piensos a los que les meten antibióticos para prevenir las enfermedades derivadas del hacinamiento —antibióticos que luego transmigran al organismo humano—, los cerdos construyen con sus lomos y su sangre las pirámides aztecas del capitalismo. Cuando están fondones y la barriga es ya una pleamar de grasa, a los animales los sacrifican y los crucifican después en un Gólgota masificado para que, al tercer día, resuciten en un éxtasis de jamones.

A diferencia de los cerdos ibéricos, que son medio ácratas y hozan a su aire por las dehesas, los cerdos de las macrogranjas de Castilla están uberizados. Y seguro que muchos incluso votan a sus verdugos, talmente como los humanos.

En Zamora, por ejemplo, ya hay más del doble de cerdos que de personas. Y, si no ha aumentado el número de aquellos, es porque, a veces, en las gentes de mi tierra se reencarna el espíritu beligerante y comunero del obispo Acuña, que no predicaba el evangelio, sino la revolución. Antonio de Acuña fue algo así como el Che Guevara del siglo XVI.

Con mucho ahínco y sudores, las asociaciones vecinales zamoranas han paralizado la construcción de macrogranjas en Pozoantiguo o en Villafáfila, donde está la mayor población europea de avutardas y se extiende la reserva natural de las lagunas del mismo nombre.

España, no obstante, es un gran campo de concentración para gorrinos. Según Greenpeace, “el 60% del total de mamíferos del planeta es ganado, el 36% son humanos y solo el 4% son mamíferos salvajes”. Algo insostenible. En nuestro país, producimos cinco veces más carne porcina de la que comemos, hasta el punto de que ya somos el primer productor de la UE y el principal exportador a China. Claro que Xi Jinping empieza a hartarse de tanto bocata de chorizo industrial, que solo le sabe a pimentón y a plástico, y cualquier día de estos vuelve a la dieta de rollitos y arroz maoísta y deja a El Pozo con tres palmos de narices, o de perniles.

Si España produce tanto cerdo —con perdón—, es porque resulta muy rentable económicamente y no hay demasiado control en el cumplimiento de la ley. Los beneficios, por supuesto, van a unas pocas manos mientras los perjuicios se reparten entre todos, como las cartas en el cinquillo. El lobby cárnico asegura crear trabajo en las zonas rurales y contribuir a fijar población. Aquello es falso y esto, demagogia. En realidad, solo genera un empleo a jornada completa por cada instalación, y, más que mantener en sus aldeas a los lugareños, los ahuyenta. Así es. Según datos del Ministerio de Consumo, las macrogranjas no frenan la despoblación, sino que “los municipios con esta industria pierden mucha más”.

Normal. Las macrogranjas apestan el aire, producen gases de efecto invernadero, gastan millones de litros de agua —ese bien escaso y común— y contaminan los acuíferos, al llenarlos de nitratos, que arruinan la agricultura y afectan al colon, como bien saben en Soria, donde, con una gran proliferación de estas instalaciones, se han detectado muchos y anómalos casos de cáncer. Abastecer de agua potable a los pueblos sale, además, de los bolsillos del ciudadano, no de los de la industria cárnica. La Generalitat de Cataluña, donde el lobby porcino se ha hecho fuerte, gasta seis millones de euros al año en suministrar agua a las poblaciones contaminadas.

Pero es que, además, la carne de las macrogranjas es de muy baja calidad y estas grandes corporaciones amenazan, por otro lado, con hacer desaparecer la ganadería tradicional, extensiva, sostenible y respetuosa con el medio ambiente. Es esta y no aquella la que debería recibir íntegramente las ayudas de la PAC.

Por mi parte, voy a comerme ahora un tomate de la huerta con un chorreón de aceite de oliva virgen extra y un sarpullido de sal. Y que le den a Campofrío.