Hace ya muchas lunas, había gorriones en nuestros cielos. Y ovnis. Algunos astutos cineastas adivinaron en esas enormes lentejas voladoras una buena ocasión para subirse al carro de heno. Los extraterrestres, que venían a invadirnos, a liquidar nuestra civilización, encarnaban nuestra pulsión de muerte. Y ya se sabe que los terrores apocalípticos siempre hacen caja. Algunos cineastas y escritores se forraron. El caso es que, mientras muchos partían con Ray Bradbury a colonizar un planeta Marte de tinta y papel, nadie advirtió que aquellos hombrecillos verdes ya estaban aquí.

La historia es sabida. Muchas vueltas hubo de dar nuestro planeta, hoy herido de muerte a un grado sobre el nivel del mar, para transformar a aquel primer mono que se irguió en la sabana africana en una locomotora de vapor. La misma que va a atropellarnos de verdad y no como la de los hermanos Lumière a los parisinos en aquella primeriza sala de cine. La locomotora de hoy se llama cambio climático, y no ha llegado en un platillo volante. Avanza fuera de control y no parece que los gobiernos, que babean mentiras como si fueran verdades, vayan a echar el freno de emergencia.

Ellos solo obedecen a los sumos sacerdotes de Wall Street y a la industria pornopetrolera. Al lobby agroquímico y a las grandes transnacionales alimentarias. A los intereses de los genocidas económicos y a la gran puta babilonia de los mercados financieros. Para todos ellos, una rosa, un ser humano, un gorrión, el clima, un bebé, cualquier forma de fragilidad o de hermosura solo son aquello que no han podido destruir los jugos gástricos del sistema. Residuos. Algo que hay que conducir urgentemente a la planta de reciclaje para devolverlo al mercado.

La situación es tan grave como absurda. Grave, porque no hay que restregar una bola de cristal para descubrir que, a este paso, nuestra vida en el planeta tiene las décadas contadas. Y absurda, porque esta desidia frente al fascismo medioambiental imperante recuerda aquella escena de La vida de Brian en la que los miembros del Frente Popular de Judea están ideando la manera de aplastar a los romanos: “Lo que cuenta es la acción, no las palabras”, clama uno de ellos, y todos lo secundan. Y en esto andan cuando, de repente, llega Judit anunciando que han detenido a Brian y que van a crucificarlo. Pero, en vez de acudir a socorrer a su líder, los políticos juntan las cabezas alrededor de los papeles y se enzarzan en otra melé oratoria sobre cómo salvarlo. Algo así nos está ocurriendo. Solo que esta vez la broma no tiene gracia.

Mario Benedetti decía que un pesimista solo es un optimista bien informado. Y David Wallace-Wells está informado de sobra. Acaba de publicar El planeta inhóspito, que no es un ejercicio de futurología climática, sino una minuciosa monografía del horror que nos espera. Nuestra única duda es si el mundo se parecerá a Mad Max o a La carretera de Cormac McCarthy (si aún no han leído la novela, quiéranse y háganlo).

Y, sin embargo, a pesar de todo, a pesar de que la gran mayoría pasa hasta de la supervivencia de sus propios hijos, cada vez hay más personas que —ideologías políticas al margen— no ceden a la resignación y han decidido resistir, echarse al monte. Son los maquis ecológicos. Gente que planta cara al cambio climático solo por dignidad.

Estos maquis verdes no solo prescinden de las redes insociales, de los vídeos de gatitos de YouTube, sino que usan internet lo estrictamente necesario

En Suecia, por ejemplo, los coches de gran cilindrada ya no son vistos como signos de poder, a diferencia de lo que ocurre en la Españeta, el país europeo que más contamina, sino como síntomas irrefutables de cretinismo. Enmierdan un bien común: el aire. Y, también en Suecia, cunde un movimiento cada vez más poderoso, “Vergüenza debería darte viajar en avión”, podría traducirse. Sus campañas te animan a no embarcarte en una aerolínea si ese mismo trayecto puedes realizarlo en tren, mucho menos contaminante. Porque un vuelo a Europa produce 400 kg de gases de efecto invernadero por cada pasajero. Y, echen cuentas, cada 0,86 segundos despega un avión en el mundo. Palabra de la Universidad Oberta de Catalunya.

Por lo demás, estos maquis verdes no solo prescinden de las redes insociales, de los vídeos de gatitos de YouTube, sino que usan internet lo estrictamente necesario. Unos ejemplos. La huella de carbono de Google en 2013 fue de casi dos millones de toneladas de CO2. Escarbar en la granja de cotilleos de Zuckerberg le supone emitir a cada navegante casi 300 gramos al año. Basta con multiplicar esta cifra por los 242 millones de usuarios que Facebook tiene en la India, o los 240 millones en los EE.UU., por citar solo dos países, para echarse a temblar. Y, en fin, consultar Gmail durante un año genera unas emisiones de 1,2 kg por persona.

Los estoicos, los cínicos, los epicúreos, aquellos viejos sabios a los que nunca invitarán a los platós televisivos, no sea que una chispa de su mundo nos incendie el nuestro de plástico y cartón piedra, nos enseñaron a vivir conforme a la naturaleza. Rico es quien menos necesita, repetían nuestros abuelos, alumnos aventajados de los másteres vitales de Epicteto y de Diógenes. Y no, la suya no era una forma de resignación, sino un atributo de la libertad. Estaría bien que empezáramos a echarnos todos al monte. Octubre, recuerden, es el mes de las revoluciones.