Las chicharras son los gramófonos de los pinares. Su sonido rechina en la modorra de agosto, sobre todo a la hora de la siesta, cuando al termómetro le da el subidón de adrenalina y el mundo se para en un ensalmo de bochorno. Allí, en Fuentepiña, un paraje de encinas solateras y pinos de verde centenario a las afueras de Moguer, también hay chicharras. Y okupas. Aquellas se esconden entre las ramas del famoso pino, una enorme basílica vegetal bajo la que yace, comido de gusanos y metáforas, Platero, el burro lírico de Juan Ramón Jiménez que educó —y sigue haciéndolo— a varias generaciones de escolares. Los okupas, al menos hasta principios de junio, como reveló el diario Huelva Información, no se recatan, sin embargo, y tienden la ropa a la sombra del porche donde JRJ, entre sorbo y sorbo de leche templadita y los rebuznos de algodón de Platero, se curaba de las depresiones plantando nenúfares en sus versos.

Fue esa pasión por la floristería literaria lo que indujo al poeta Francisco Villaespesa a enviarle una postal a JRJ, firmada también por Rubén Darío, invitándole a luchar a favor del Modernismo. JRJ agradeció la confianza, hundió su libro Nubes en las alforjas y se plantó en Madrid montado en Platero. Llegó un Viernes Santo. Corría el año sin gracia de 1900 cuando ataba las riendas del jumento en una farola de la estación de Atocha. Pero la felicidad es corta como la memoria de los peces. En efecto, a pesar del entusiasmo inicial y de un par de libros publicados, no dura mucho JRJ en la Villa y Corte. Exiliado en sí mismo, le cansa Villaespesa, le fastidia el humazo ruidoso de los cafés, le produce urticaria a su alma de violeta aquella ciudad que no tiene árboles y sí demasiadas fondas, bohemios, toreros, militares y ladrillo, “lujo último del adobe sucio de La Mancha”. De modo que, al cabo de un mes, Juan Ramón monta a lomos de Platero, lo consuela con unas berzas y ambos ponen rumbo al pinar de Fuentepiña, de donde el poeta, cuando su padre deba vender la finca para afrontar las estrecheces económicas, tomará una piedra que siempre llevará con él en el bolsillo, incluso en el exilio de Puerto Rico, como símbolo último de la felicidad.

Hoy, la única literatura que hay en la casa de verano del premio Nobel son las aliteraciones pardas de las chicharras y los nombres de los okupas, Ahmed y Fran, pintados en las paredes exblancas. Los alrededores de la vivienda por los que trotaba Platero, pequeño, peludo, suave, etc., son un basuramen sobrevolado de moscas verdes. Por no hablar de los yerbajos amarillentos que el año pasado ardieron en un fuego de apocalipsis. Si Platero levantara la testuz, pondría su rebuzno de jarcha en lo más alto del cielo de Moguer, porque estos campos de soledad, Fabio, ay dolor, son unas ruinas de Itálica cutres y sin grandeza que no merecen un Rodrigo Caro y sí la más cumplida indignación.

Que no ha sido el tiempo, sino la codicia y la burocracia las que han devastado el refugio de JRJ, donde el Andaluz Universal concibió y escribió una parte de Platero y yo y otras obras, que también se están cayendo a cachos, por cierto, pues de los cuatro lectores que nos quedan uno está convaleciendo de Ruiz Zafón, dos gemelos de Brihuega andan buscando asesinos en las páginas de Dolores Redondo y el último se nos ha quedado dormido leyendo el prospecto del Lexatín.

En fin, que ni los actuales propietarios de Fuentepiña ni los políticos andalusíes se han puesto de acuerdo sobre el precio del fantasma de JRJ, que en las noches de luna pastorea sus poemas mágicos y dolientes entre las cazuelas desportilladas de los okupas. Años de desavenencias económicas, de errores administrativos y de encontronazos judiciales han impulsado a los dueños de la finca de Fuentepiña a ponerla en venta hace unos días por un millón y medio de euros. Un precio prohibitivo, según entonan la Junta de Andalucía, el ayuntamiento de Moguer y la representante de los herederos de Juan Ramón, que nada tienen que ver con los dueños de la casa.

Es un dineral, desde luego, que deberían reconsiderar los propietarios. Pero también es cierto que en la Españeta hay euros de sobra para sufragar una fundación franquista, los fiestorros populares, las cacerías monárquicas y campechanas de elefantes, la construcción de aeropuertos donde solo aterrizan los aviones de papel de los niños, la creación de desalinizadoras y otros parques temáticos del derroche y la estupidez. Para cultura, para la casa veraniega de Juan Ramón, de un premio Nobel, en cambio, no hay ni un céntimo, y eso ya es mucho. Total, ¿para qué?, si no somos franceses y además, como dijo Rafael Alberti, “Platero es un burro maricón”.