Nuestra sociedad es cada vez más dengosa, violenta, fanática, moralista. Y es que, a despecho de las apariencias, a Dios no lo mató la quijada filosófica de Nietzsche, ni pereció con un pijama de rayas en un siniestro barracón de Auschwitz ni en los morideros burocratizados del gulag. Como el temor, como la esperanza, como los impuestos, Dios es inmortal. Desaparece y aparece guadianescamente en la Historia, pero siempre está en ella. Dios es un afluente de los poderes de este mundo y eterno como ellos. De ahí que el cristianismo, hoy, goce de una excelente mala salud de hierro. Mejor incluso que cuando estuvo en la UCI en el siglo XVIII.

Efectivamente, se han reducido los fieles en las iglesias, pero san Pablo sigue predicando sus epístolas desde los niveles de triglicéridos, desde las cajetillas de tabaco, desde la defensa a ultranza de la vida en el Código Penal aunque esta ya no sea vida, como ocurre en los casos terminales. El cristianismo es culturalmente ubicuo. Antaño fueron el azufre y los tormentos de Lucifer. Hogaño, los de la corrección política, los del cáncer, los del tabaco, los de la obesidad. El propósito, sin embargo, no muda: fijar una ortodoxia, controlar las conciencias, perseguir al disidente. Da igual si se hace en nombre de Dios, del Estado, de la moral o de la salud, porque el cristianismo es tanto una religión como una ideología. Una ideología binaria de buenos y malos, de unos y ceros, como el lenguaje informático.

Y hoy el cristianismo, en versión laica, si se me permite la paradoja, está más presente que nunca. Tiene sus sumos sacerdotes, sus acólitos, sus obispos, sus monaguillos. Solo que ahora están en televisión, en los periódicos, en la calle, en las redes sociales. Pero no se distinguen de aquellos viejos curas de sombrero de teja, breviario y nicotina que se obstinaban no en dulcificar las penalidades del vivir, sino en hacerlas más amargas y sombrías profetizando castigos, fomentando la culpa y multiplicando amenazas. Hoy, en cualquier cuenta de Twitter acecha un furioso inquisidor, esos psicópatas del bien; y en cada calle, un discipulazo de Savonarola

Pensé más o menos esto que acaban de leer a raíz de lo ocurrido hace unos días. Mientras nos derretíamos civilizadamente aguardando el autobús bajo el bochorno de invernadero de la marquesina, un joven prendió un cigarrillo. No le había dado dos caladas, cuando una mujeruca con callos en las chancletas, rostro de gárgola y el pelo recién centrifugado —tal vez acababa de salir de la misma peluquería canina que Boris Johnson—, comenzó a reprenderlo. Acusaba al fumador de inmoral, de contribuir al cambio climático, de ser el responsable de un gravísimo delito contra la salud pública. Y todos esos cargos se los recitaba a borbotones, con la cara cada vez más congestionada, a pique casi de la apoplejía. En cambio, no debían de parecerle muy perjudiciales la contaminación acústica ni los tubos de escape que pasaban por delante de nosotros dejándonos un ensalmo de morceñas invisibles y dióxido de carbono en los pulmones. Era más dañino el tabaco. Mucho más. Dónde iba a dar.

Un adolescente —pura estampa del toxicómano digital— levantó medio segundo la nariz del móvil y siguió hormigueando desesperadamente los dedos sobre la pantalla. El fumador tampoco prestaba mucha atención a los ladridos de caniche de la yihadista de la salud, y continuó boqueando humo. El resto de pasajeros observábamos la escena. Unos sacudían la cabeza. Otros miraban a la mujer con esa mezcla de piedad y aprensión que inspiran los locos y ciertos políticos. Alguno, como si aquello fuera un duelo de wéstern, aprestaba la mano al bolsillo del pantalón para ser el primero en desenfundar el teléfono y grabar la escena.

“¡Ahora mismo te voy a denunciar!”, gritaba la mujer, cada vez más fuera de sí. “O apagas el cigarro ya o te denuncio, que estás ensuciando el aire que respiro y me vas a provocar un enfisema”. Al fin, el joven salió de su nirvana de silencios concéntricos y argumentó, con una vocecita muy pálida, adelgazada por la repentina vuelta al primer día de colegio, que él estaba en un lugar público, ventilado, donde se podía fumar. Fue oírlo y la energúmena comenzó a sacudirle manotadas de trapo al aire. El joven, con el pitillo acorralado en una comisura de la boca, retrocedía por si le alcanzaba un sopapo, mientras dos o tres pasajeros increpaban a la tarasca y el toxicómano quinceañero seguía cada vez más hundido en las espesuras de su autismo digital. El joven aplastó el cigarrillo en una papelera justo cuando llegaba el autobús. Nos subimos a bordo. Todos menos la fanática, que se quedó enarbolando un puño contra su propio reflejo en la ventanilla del autobús, saciada por haber vuelto a llenar su vida, hecha de moralidad y humo, con otra victoria a favor de la sacrosanta salud.