Alberto Garzón, ese ministro discreto y como exiliado en sí mismo, ya no tiene, el pobre, mofletes bastantes en que recibir las bofetadas de los intelectuales de Forocoches y demás lumbreras que crecen y se multiplican en este país de grito y esparto como las amapolas en un trigal, es decir, de la noche a la mañana, en desorden y como sin querer.

Hace un tiempo, Garzón dijo una verdad que incluso era verdad. Pero ya se sabe que la verdad es ese muñeco de barraca de feria al que disparas para regalárselo infantilmente a tu hija, porque la verdad no solo tiene alma de trapo, sino que es un objeto más de consumo, que devuelves si no te gusta. Y parece que la verdad que dijo Garzón no agradó a los rottweileres de guardia, que se le tiraron al pescuezo. Por si fuera poco, lo ridiculizaron en artículos furibundos e insípidos. Garzón fue, en aquellos días, una especie de Hester Prynne con barba marxista al que todo el mundo le cosía una letra escarlata en el currículum. Que si no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, que comunista tenía que ser, que tal y pascual.

Dijo el ministro, en aquellos entonces: “El turismo es un sector de bajo valor añadido, estacional y precario”. Y eso, en un país sin aspiraciones industriales y sin más proyecto económico que servir sangría a los ingleses y paella precocinada a los alemanes para que se indigesten bajo el sol costumbrista y germanizado de Baleares, sentó mal.

A mí, sin embargo, lo que dijo Garzón me pareció tan escandaloso como proclamar que una molécula de agua es el poliamor químico entre dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. O sea, una obviedad. Pero parece que, en España, las obviedades salen caras. Aquí, el que no se ciñe a la mentira consensuada y al que le amarga la verdad y por eso quiere echarla de boca, como cantaba Quevedo en la guitarra de Paco Ibáñez, va listo.

Y como siempre hay que inventarse un reo para jugar a inquisidores —nuestro pasatiempo nacional predilecto, superior incluso al balompié, que diría un castizo, o a las cañitas libertarias de Ayuso—, pronto emprenderemos, con cualquier excusa, una cruzada contra los pelirrojos, contra los que viven en los números impares de las calles, contra los estudiosos de la fotosíntesis, contra los alérgicos, contra los fabricantes de chinchetas. En fin, contra cualquiera que no nos guste. Porque, de seguir a este ritmo, pronto se nos acabarán las mujeres a las que asesinar, los inmigrantes a los que apalear, los menas a los que criminalizar y los maricones a los que matar (el último, Samuel Luiz).

Ah, y los periodistas a los señalar, como al editor de El Jueves —Vox recomienda a sus apóstoles que lo evangelicen como es debido por publicar unas viñetas satíricas que disgustaron al partido ultra— y a todos aquellos que no escriben en El Mundo, en Voz Pópuli, en El Confidencial y por ahí; a todos aquellos, en definitiva, que no sustituyen España por su parodia violenta y cuartelera.

Pero mientras ideamos de la santa cruzada, y para irnos entrenando, nos vale Garzón. Porque el ministro ha vuelto a decir otra obviedad, que, al igual que la del turismo, ha escocido a los que, interesadamente, viven sentados en la posición de loto sobre una nube de algodón, allá por los cielos, o los mundos, de Yupi. Uno de los indignados, Miguel Ángel Revilla, la cheerleader de los sobaos pasiegos en tertulias y platós televisivos. “Garzón habla poco, pero, cuando habla, sube el pan”, ha dicho el presidente de Cantabria. Y con él hicieron causa común, entre otros forococheros, García Page y Casado, que ya no sabe cómo llamar la atención. Por no hablar de Pedro Sánchez, que elogia un “imbatible” chuletón à point y no dice ni mu de viviendas sociales, ni de la factura de la luz, ni de los precios del alquiler, ni de las futuras pensiones —que peligran—, ni de la reforma laboral. Para qué. Todos contra Garzón, aunque no mienta. O precisamente por eso.

¿Y qué ha dicho, esta vez, el ministro? Pues otra verdad que hasta es verdad. La misma que llevan repitiendo durante décadas la OMS, el panel de expertos en cambio climático de la ONU y revistas científicas poco sospechosas de marxismo-leninismo como The Lancet: que sería aconsejable reducir el consumo de carne porque su exceso perjudica tanto a la salud humana como a la del planeta, al ser la ganadería intensiva una de las fuentes principales de emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera. Nihil novum sub sole, como se ve. Pero está claro que a Garzón algunos quieren hacerlo picadillo.