Lo importante, don Benito, es leerle a usted y dejarse de toda esa bisutería mitómana que exponen las porteras de la cultura en la Biblioteca Nacional. Que andan dale que te pego sacudiéndole el polvo a Fortunata y Jacinta, lustrando con vinagre y bayetas el suelo del salón de Doña Perfecta y, en fin, ensayando por las tardes, todos a una, niños, el cumpleaños feliz que iremos a aullar, entre globitos gordos de colesterol y cajitas de colorines, a un McDonald’s.

Y es que el próximo año celebraremos el centenario de su fallecimiento, don Benito. Y eso a los almeidas de Madrid y a los travoltas de la cultura, que les ponen brillantina a todo, les hace salivar con profusión, aunque muchos ni siquiera lo hayan leído a usted o apenas le hayan concedido un reojo al bloque de piedra y cielo que hay en el Retiro. O sea, a la estatua que le talló Victorio Macho y que usted no pudo ver, solo palpar con la yema de los dedos para reconocerse en su bigotazo desvalido de morsa, en la mirada blanca de piedra que lloraba lágrimas de verdad, porque usted ya estaba ciego y viejales, maestro, casi con un pie en el estribo, como dijo nuestro señor don Miguel de Cervantes. Una estatua que hoy soporta la ignorancia alegre de nuestros planes de estudio y la diarrea pequeñoburguesa de las palomas.

Y hace bien, maestro, en no disgustarse por estas minucias y en seguir arropándose con la manta de granito hogareño. Que ya hubo una cuadrilla de sicarios intelectuales que amontonaron firmas y dispararon telegramas como obuses —la envidia, ay, qué mala es la envidia, aunque nos una fraternalmente en carlistadas y guerras civiles— para impedir que le concedieran a usted el Nobel. Y bien merecido lo tenía. Pero, claro, usted era un liberal, un republicano, un progre, que es lo peor que se puede ser en la España covadonga y eterna en la que aún andamos.

Usted, maestro, fue el Tom Wolfe de Lavapiés, donde ya no quedan fortunatas ni jacintas

Es que, mire usted, aparte de lo anterior, Galdós escribe mal, agregaron. Es que tiene un estilo ratonil, corearon y corifearon. Fue Valle-Inclán quien le llamó a usted el Garbancero cuando le rechazó una obra en el Teatro Español. A partir de él, otros perpetuaron la matraca. Entre ellos, el argentino y cronopio Julio Cortázar y aquí, Juan Benet, que edificaba sus frases con logaritmos y hormigón, y, aunque era ingeniero de caminos, se extraviaba en sus laberintos hipotácticos, hasta el punto de que más de una vez tuvieron que entrar a sacarlo de una subordinada para que respirara un poco y pudiera seguir escribiendo la novela o el ensayito. Por otra parte, Umbral también dirigió sus dardos arbitrarios y atrabiliarios contra usted, a pesar de que sus crónicas noveladas de la Transición están escritas sobre la falsilla de los Episodios nacionales.

Y ahí, en el estilo, siguen hozando algunos. Ya me gustaría a mí que muchos de los narradores hodiernos, esos que naufragan en su prosa acuática, o sea, incolora, inodora e insípida, escribieran con la mitad de calidad de página que usted. Por eso, más que vayan a declararlo hijo adoptivo de Madrid —deberían recordar que usted aceptó un sillón en la Academia con un discurso inapetente—, más que este título póstumo, le decía, quizá le alegre saber que su discipulado narrativo no ha muerto. Solo que lo continúan un tal Pérez Reverte y un señor particular que redacta, a la luz voluntariosa de un quinqué, cronicones que después le almacenan en un salón de pasos perdidos.

Usted es irrepetible, maestro, aunque lo clonasen ahora mismo los ingenieros nanotecnológicos de Google, las impresoras 3D o volviéramos a sacarlo en la procesión verde de los billetes de mil pesetas, donde lo vi a usted por primera vez, de niño. Luego me lo encontraría de nuevo en los libros de texto de Lázaro Carreter y en las lecciones de un excelente profesor de literatura, don Nicéforo, que en BUP nos mandó leer —¡gracias!— Fortunata y Jacinta. Igualito, igualito que hoy.

Pero no nos pongamos lloriqueadores y nostálgicos, como cuando a usted lo dejó —¿o fue al revés?— la Pardo Bazán, su donna poco o nada angelicata, y tuvo que consolarse con una actriz y con señoras de liga y reloj. Que se le iban a usted las liquidaciones de sus libros en troteras y danzaderas, en putas, vamos, para decirlo claro, y los usureros lo recibían con los brazos y los pagarés abiertos. Pero también es verdad, según contaría su amigo Ramón Pérez de Ayala, que usted repartía los dineros a manos llenas entre las manos vacías de los más pobres.

Usted, maestro, fue un centauro entre su personaje evangélico Nazarín y un Tom Wolfe de Lavapiés, un Lavapiés donde ya no hay fortunatas ni quedan jacintas, pues de la noche a la mañana nos lo hicieron cool en la revista Time out. Qué vamos a hacerle.

Literariamente, usted se anticipa al nuevo periodismo del citado Tom Wolfe, de Guy Talese, de Joan Didion. Hay novelas suyas que podrían pasar por reportajes largos. Novelas alumbradas al calor de la actualidad. La acción de Lo prohibido, por ejemplo, se desarrolla el mismo año en que usted la escribió. Y sus personajes —el cesante, el menesteroso, la quieroynopuedo, etc.— están tomados, en su mayoría, del natural. Apenas con el nombre cambiado. Usted, don Benito, se disfrazaba de médico para acceder a la vida catacumbal de las chabolas y contarnos después lo que había visto en Misericordia. Usted, ya digo, se adelantó a su tiempo en muchos aspectos. Nos narró en La de Bringas la biografía triste y vegetativa de más de uno cuando llegó la crisis económica de 2008.

Pero, desgraciadamente, hoy se le lee poco a usted. Por eso da más juego de muerto que de vivo. Para recordar el centenario de su fallecimiento, se organizan, ya le decía, simposios, talleres, libros, conferencias sin anestesia. Puro Black Friday cultural. Sonrisas comerciales entre pómulos de Nefertiti. Hasta un cincuenta por ciento de descuento por la compra del bigote facsimilar del escritor canario. Llévese dos novelas de Galdós y le regalamos Peñas arriba de su amigo Pereda. Y como buque insignia de tanto oropel y delirio, ahí está la exposición en la Biblioteca Nacional que le han preparado a usted los enterados, esos que confunden el brillo con la brillantina y la cultura con el sumario del Hola.

De modo, maestro, que quédese donde quiera que esté, no se abra una cuenta en Twitter ni permita que lo entreviste Ana Rosa Quintana. Hágame caso. Que cuando se extinga la cencerrada cultural, cuando se marchiten los homenajes, la carroza de oro volverá a ser una simple calabaza y usted se quedará como la Cenicienta. Solo que sin zapato.