Dice José Sacristán en la entrevista de la contraportada de La Vanguardia de este viernes, que "Agitar banderas mueve el corazón y paraliza el cerebro". Una acertada visión de este país nuestro, que cada vez parece gozar de mejor salud cardiovascular al tiempo que ve como empeora su salud mental. No dice Sacristán si importa el color o el tamaño de la bandera, pero viene uno a suponer que poco o nada deben influir, y que la degradación neuronal debe ser bastante parecida.

Toda teoría necesita una demostración práctica. Así que decidido a comprobar si el veterano actor tiene o no razón, me hice con una bandera y un palo y mientras la agitaba con simulado entusiasmo (el real, por escaso, lo guardo para ocasiones muy especiales), entoné el par de himnos que conozco. El resultado del experimento disipó cualquier duda que pudiera tener. Al menos a mí, y reconozco que puede ser un defecto de capacidad mental, me resulta imposible razonar mientras ejecuto esas dos acciones. Y eso, teniendo en cuenta que el entusiasmo era simulado y que mi intención primordial era la de meditar.

La campaña para las elecciones que oficialmente acaba de comenzar, aunque extraoficialmente no ha cesado nunca, más que programas y soluciones exhibe banderas. Si uno en soledad es incapaz de dialogar consigo mismo mientras sacude un trapo cogido a un palo, imagínense ustedes lo imposible de pretender departir con otro individuo que hace lo propio con una tela de otro color, mientras ambos cantan himnos que ensalzan lo suyo y menosprecian al rival. 

Pero no vayamos a caer en el simplismo de creer que los dirigentes políticos que sacan beneficio del antidiálogo, son quienes personalmente mueven los estandartes, ellos se limitan a repartirlos.  Eso les da la libertad de maquinar en su propio beneficio, con la libertad de saber que quienes deberían juzgarlos bastante tienen con mantener el asta en equilibrio, mientras anticipan la siguiente estrofa del cántico patrio.