La divulgadora científica y articulista en The New York Times Jennifer Ackerman publicó en 2016 un libro maravilloso, El ingenio de los pájaros, fruto de muchos años de investigación. En él expone el resultado asombroso de sus estudios sobre las aves; muestra y demuestra que las aves tienen memoria, piensan, sienten, planifican, tienen vida social, ritos, duelos, hacen regalos y aman. Afirma que en algunos aspectos su inteligencia es superior a la inteligencia humana. A la misma conclusión, en referencia a todos los animales no humanos, llega la bióloga e investigadora francesa Emmanuelle Puydebat, quien en su libro Inteligencia animal (2018) pone en duda de manera rotunda la supuesta superioridad intelectual de la que los humanos, de manera soberbia y narcisista, hacemos gala.

Tenemos, supuestamente, inteligencia racional, según nuestra propia idea de la inteligencia, de acuerdo con el antropocentrismo de la cultura (incultura) judeo-cristiana en el que se nos educa y que  sostiene la idea de que  los humanos somos los reyes de una creación, es decir, que somos superiores y con la potestad de abusar del resto. Y todo ello es el origen del repugnante especismo en el que vivimos, y de la cruel cosificación que hacemos del medio natural y de sus criaturas. Sin embargo, como dice Puydebat tras quince años intensos de trabajo científico, “los animales tienen mayor capacidad de memorizar que nosotros, de elaborar sus propias herramientas para conseguir alimentos, de practicar la cooperación y la empatía, y sobre todo, los animales son más inteligentes que los humanos porque no destruyen su entorno”.

Sé muy bien que estas ideas, estos descubrimientos científicos, estas consideraciones antiespecistas sonarán literalmente a chino a muchísima gente que nunca se ha detenido a pensar por qué un hombre es superior a otro ser vivo, o a un río, o a un bosque. No digo diferente, digo “superior”. Es difícil plantearse estas cuestiones cuando todo a nuestro alrededor está construido en torno a ese antropocentrismo cristiano que es el que marca las pautas ideológicas, y en mi opinión, muy inmorales de nuestra civilización. Pero creo que ya ha llegado el momento en el que la humanidad no puede obviar esa realidad que nos está llevando hacia la hecatombe y la destrucción.

El mundo natural es la comunidad más sagrada, decía el historiador Thomas Berry. Sin embargo, parece que los humanos somos incapaces de entender y de asumir esa idea tan evidente y tan obvia; de tal manera que, a pesar de que los científicos llevan décadas enviándonos mensajes de alarma por el deterioro progresivo del clima, del medio ambiente y de la naturaleza, seguimos sin ser capaces de tomar medidas contundentes para, al menos, frenar esta carrera veloz hacia la destrucción de nuestro entorno natural, luego hacia nuestra propia destrucción.

El pasado 31 de octubre comenzaba Glasgow la cumbre internacional sobre cambio climático, llamada COP26, que se clausurará el próximo 12 de diciembre. Uno de sus grandes objetivos es limitar el aumento de la temperatura del planeta a 1,5 grados centígrados, según lo que se acordó en la anterior cumbre de Paris. Ése es el límite que marcan los científicos para evitar los efectos más catastróficos de una situación crítica que, según afirman, ya no se puede revertir. Actualmente el planeta está ya en 1,1 grados, y sigue en ascenso. El cambio climático se está acelerando y los informes científicos alertan de cifras record en el calentamiento global. Aunque de momento las consecuencias no sean aún muy perceptibles,  lo serán; pero está claro que a nuestro precioso planeta le espera un futuro aterrador si no se pone remedio inmediato, por más que los negacionistas del cambio climático, como Trump, Bolsonaro o el primo de Rajoy, al servicio voraz de las multinacionales y grupos de poder que sólo buscan beneficio económico, hablan de alarmismo.

La adolescente activista Greta Thunberg, en su discurso como participante de la cumbre, ha dejado más que clara la situación, con una lucidez que ya quisieran para sí buena parte de los gobernantes: ”Nuestra civilización está siendo sacrificada por la oportunidad de que un número muy pequeño de personas continúe haciendo enormes cantidades de dinero (…) Sólo hablan de seguir adelante con las mismas malas ideas que nos metieron en esto, incluso cuando ya lo único sensato que se puede hacer es poner el freno de emergencia (…) Y si las soluciones dentro de este sistema son tan difíciles de encontrar, tal vez deberíamos cambiar el sistema en sí mismo. Nos hemos quedado sin excusas, y nos estamos quedando sin tiempo”.

Es evidente que el capitalismo extremo, intensificado por el neofascismo o neoliberalismo de las últimas décadas, ha llevado al planeta al límite, y, como dice, Thunberg, lo único sensato que ahora se puede hacer es poner el freno de emergencia y buscar otras alternativas, otros paradigmas más sanos y solidarios. ¿Servirá de algo esta cumbre? Personalmente, sabiendo un poco cómo funciona la condición humana, lo pongo muy en duda. Pero, sea como sea, los seres humanos mínimamente lúcidos y conscientes no podemos dejar de defender la vida natural, de la que formamos parte y de la que dependemos. Porque, además, parafraseando al gran Octavio Paz, defender a la naturaleza es, en realidad, defender a los hombres.

Coral Bravo es Doctora en Filología