Dicen que no es el momento de hacer balance político, que ahora lo importante son las personas que sufren la enfermedad con mayor gravedad, las víctimas del virus que luchan por su propia vida y las que no han podido superarlo. Tienen razón aquellos que apelan al sentido común, a la sensibilidad y a la solidaridad con aquellos que ahora más sufren, pero algo se revuelve cuando quienes tienen la mayor responsabilidad de no apelar a los instintos llenan sus apariciones públicas y políticas de reproches al Gobierno, buscando dinamitar su acción contra la pandemia y crispando a la sociedad para, después de pasado lo peor de la tormenta, arrancar un puñado de votos. Es lo que nos ha traído el siglo XXI, populismos amorales de derechas que ganan votos en el caldo del azoramiento y la preocupación social. A esto se ha dedicado la derecha las últimas semanas, a erosionar la acción política, legítima y obligada del Gobierno para combatir el virus y sus consecuencias. Una acción marcada por la improvisación, sí, porque nadie, digan lo que digan, ningún gobernante, ningún experto, ningún administrador de lo privado o lo público está preparado para reto social, sanitario, político y económico como el que estamos viviendo desde que se desató la pandemia. Es un trabajo marcado por la improvisación, claro, porque sin mecanismos flexibles de análisis y reflexión, sin estrategias y abordajes cambiantes, esta crisis, por sus características, variables y factores múltiples sería inabarcable. Es la improvisación en este momento una cualidad positiva, frente a cifras cambiantes, escenarios que se modifican semana a semana y, sobre todo, frente a políticas rígidas que nos empujarían más hacia un abismo inevitable.

La derecha ha reaccionado ante la otra cara, la política, de la emergencia sanitaria: esa que demuestra la profunda crisis de un modelo político y económico decadente, que antepone los intereses empresariales a los derechos sociales más básicos. Lo hace desde lo que algunos califican deslealtad con el Gobierno, que no es más que otra estrategia, una reacción ante su mayor vergüenza, que su modelo social y económico, y, en definitiva, político, ha quedado en entredicho. El principal valor y fortaleza de su ideario político, el liberalismo económico, ha fracasado.

La derecha española mercantilizó nuestro derecho a la salud. Lo convirtió en un negocio y ahora la sociedad se encuentra atónita ante un colapso sanitario, consecuencia de años de privatizaciones, cierres de plantas de hospitales y falta de sanitarios. En la Comunidad de Madrid antes de la crisis sanitaria había 600 camas de UCIs en hospitales públicos, para más de seis millones y medio de habitantes. Algunas ni siquiera estaban equipadas, inoperativas, aunque contaban en las relaciones de camas de hospital por número de habitantes. Ha tenido que ser el Ejército el que pusiera más camas y hacerse cargo de la situación, mientras sus autoridades, las madrileñas, apuntan con el dedo hacia arriba como si no fueran responsables sus propias competencias políticas. Una Comunidad, la de Madrid, que ha basado sus políticas económicas en el dumping fiscal, acaparando la inversión pública y privada, acumulando riqueza y población, creciendo en producto interior bruto y habitantes mientras bajaba impuestos, amortizaba los servicios públicos y recortaba derechos. Hablaba la derecha madrileña de libertades y riqueza, del paradigma del progreso, como si acaparar el establecimiento masivo de negocios privados en su territorio fuera suficiente, per se, para garantizar la salud o la atención a nuestros enfermos y  mayores. Estos días su presidenta, la que iba a hacer la mayor bajada de impuestos de la historia de España, esto es, perdonar miles de millones de euros a quienes más pueden pagar, ruega en las redes sociales donaciones de empresarios, simbólicas en muchos casos, para hacer frente a la tragedia de sus propias ideas: una sociedad liberal donde la caridad es un valor mientras mueren asfixiados los ancianos en residencias sin los respiradores que ella debería garantizar por obligación legal e inversión pública. Residencias, estas últimas, que son en su mayoría privadas y, los ancianos y ancianas residentes de su entera competencia y responsabilidad. 

La grandeza de una sociedad democrática se mide en su capacidad de proteger los derechos de su ciudadanía, especialmente aquellos más vulnerables. Y el Estado Social se ha demostrado como el mayor logro de la civilización moderna y democrática para vencer las amenazas a esos derechos, proteger a las personas y garantizar el bienestar. No lo hace el capitalismo, no lo hace su ideología, el liberalismo, no nos protege el individualismo ni las políticas de recorte o el austericidio, la insolidaridad o la competencia, más bien lo contrario, lo garantiza lo colectivo, lo social, lo solidario y lo que pertenece a todos y a todas. Lo garantiza el Estado Social, las políticas públicas para el bien común y sobre todo, la fortaleza de los servicios públicos y un modelo distributivo de la riqueza, a través de los impuestos, capaz de generar los recursos necesarios para protegernos y garantizar el Estado de Bienestar

Así que ahora la derecha, con su modelo ideológico invalidado por los acontecimientos y la cruda realidad, poco puede aportar, a pesar de sus continuas y machaconas intervenciones en los medios de comunicación afines. Suyos son los disparates y ocurrencias, peticiones de funerales de Estado, himnos y banderas a media asta que quedan en la hemeroteca para el futuro como aportaciones a esta crisis, igual que quedaron grabados en los titulares y las noticias los recortes brutales que cercenaron nuestras conquistas colectivas y que ahora recordamos y recobran actualidad ante la urgente necesidad de una Sanidad empobrecida. Porque la enfermedad pasará, venceremos el virus y volveremos a la normalidad, pero nada volverá a ser normal. Sobre todo, para aquellos que, desde sus despachos y con sus decisiones, nos desprotegieron y condenaron ante la amenaza.