Lo malo de reducir la complejidad del mundo a números es que las palabras se convierten en un cero a la izquierda. Pero tanto nos hemos acostumbrado a las estadísticas, tanto nos hemos resignado a bailar al son hipocondriaco de la Bolsa, que aceptamos a los lobos de Wall Street como ositos de peluche y sus aullidos de luna llena como música celestial. Indiferentes a si cotizan o no en el Ibex 35 la solidaridad, la concordia, el bien común o la sonrisa, vivimos en una celda interior donde un póster con nuestra mejor cara de Instagram preside nuestras fiebres e insomnios. Individualistas sin bozal, lo que hasta ayer nos parecía piedra de escándalo —el capitalismo solo crea riqueza para quienes medran con la pobreza de otros— hoy es motivo de bostezo. Hemos convertido la dignidad humana en una especie de suvenir que pegamos en la puerta del frigorífico, y así nos va.

Digo esto porque me asustan los alquimistas del miedo, esos que transforman en oro el pánico colectivo a cuenta del coronavirus, hasta la fecha menos letal en nuestro país que la gripe común, que la crisis financiera de 2008 y la floración de suicidios que dejó a su paso o, en fin, que los accidentes laborales, sobre los que la prensa hegemónica pasa con airosos saltitos a lo Nureyev, cuando un obrero de la construcción, un barrendero o una trabajadora de la limpieza generan muchísimo más valor social por cada euro ingresado en sus nóminas que un banquero.

Pero el miedo es populista y viral. De modo que, mientras corremos a embozarnos detrás de mascarillas y a atiborrar de víveres los carritos caudalosos y acaparadores del supermercado —el que venga detrás, que arree—, las élites económicas se solidarizan, en cambio, entre sí y se frotan las manos dentro de sus madrigueras de cristal. Porque es posible que sobrevenga una gran recesión en la que pagaremos los platos rotos los de siempre para que puedan seguir comiendo en bandejas de plata los mismos. De ahí que a estos les convenga que los medios hegemónicos atribuyan, con letras gordas y babosas de sensacionalismo, las caídas bursátiles al coronavirus. Y que la población lo crea para, el día de mañana, justificar posibles recortes y despidos. Y para que algunos tengan algo que echarse a la boca en las tertulias de bazar de la tele.

Pero el coronavirus no ha causado el desplome de las bolsas. Eso es mentira. Las condiciones para un nuevo cataclismo financiero ya estaban maduras desde hacía varios años (lean a Eric Toussaint y a Michael Roberts). El Covid-19 solo ha sido un factor más. El último. Porque no ha sido un bichito erizado de púas que juega al Monopoly con nuestras células el que, supitañamente, ha originado la triple pérdida de producción, inversión y comercio. Tampoco es el responsable de los trabajos precarios, ni de la creación de monopolios que condenan a las aguas de la economía a un estancamiento de charca. Pero viene muy bien que haya un chivo - o un bicho - expiatorio.

Por otra parte, no debería sorprendernos este virus. No será el último de una casi segura sucesión de pandemias. El coronavirus solo es la nueva cucharadita del apocalipsis que nos están sirviendo en dosis homeopáticas. Porque da que pensar que hayan brotado, en solo una o dos décadas, el ébola, el zika, el SARS, el MERS, la gripe A… ¿Tiene el coronavirus alguna relación con el calentamiento global, con la industria agroquímica, con la ganadería intensiva, con la deforestación del planeta o con la contaminación, que causa muchísimas enfermedades respiratorias y se lleva al otro barrio a cientos de miles de individuos? Parece que sí. Numerosos informes establecen una correlación entre el cambio climático, causado por un sistema económico criminal, y la obligada mutación de ciertos virus, hasta entonces hospedados solo en animales, para contagiar al ser humano.

Pero esto no lo difunden las chicharras mediáticas del capitalismo Titanic en que naufragamos. Sería como reconocer la correspondencia, con todas las salvedades que se quieran, entre el COVID-19 y un modelo económico mucho más patógeno y mortal que el bichito de marras. Es preferible, por tanto, mantener en modo avión a la gente sirviéndole programas histéricos y noticias alarmistas, que “las enfermedades y muertes causadas por el Covid-19”, dice el economista Michel Roberts, “no preocupan a los estrategas del capital”. Estos únicamente ven el mundo a través de la ranura granulosa del burka del dólar. Y, además, se pasan por la horcajadura, aparte de la dignidad humana, la solidaridad y todos esos valores que no cotizan en Wall Street, los informes científicos de la OMS, que ya advertían, años atrás, del peligro inminente de pandemias.

Los gobiernos no han actuado mucho mejor que el capital, para el que —no nos olvidemos— legislan. Hace tiempo, efectivamente, que la OMS urgió a los países a invertir en un plan de salud global para prevenir o contener las pandemias que se nos avecinaban. Pero no había presupuesto, se justificaron los mandamases, aunque sí lo hubo y siempre lo habrá para aumentar los beneficios de la industria armamentística.

En fin, ha bastado un virus nómada para poner patas arriba el mundo y revelarnos nuestra desnudez, nuestra arrogante fragilidad. Y todo para que, cuando esto pase, los respectivos gobiernos, no importa si güelfos o gibelinos, si tirios o troyanos, rentabilicen electoralmente el triunfo contra el bicho y todo siga igual. Pero para entonces ya habremos olvidado la certeza que hoy nos aflige: los virus son más inteligentes que el ser humano. Ellos mutan. Nosotros, no. Hasta la próxima pandemia, amigos.