Lo que no se nombra no existe, decía el filósofo francés George Steiner. El lenguaje no es algo monolítico, sino una entidad viva, es un hecho cultural y social que se corresponde exactamente con la calidad del pensamiento de quien lo utiliza, a nivel individual o colectivo. Como es la expresión del pensamiento, lo que no se procesa mentalmente, carece de palabras; de tal manera que el lenguaje no sólo contribuye a la difusión y a la consolidación de creencias y de ignorancias, sino también a la expansión, o la retracción, de la conciencia. Y así, según se expande y se sofistica la conciencia humana, vamos necesitando de nuevas palabras para poder verbalizar esas ideas nuevas en la conciencia de los hablantes. Se trata de los neologismos.

Un neologismo que nos es imprescindible desde hace décadas es la palabra ecocidio, una palabra nueva que se corresponde a un nuevo concepto que ya existe en la conciencia colectiva, y que la RAE define de manera sorprendentemente corta: “Destrucción del medio ambiente, en especial de forma intencionada”. Ecocidio es la destrucción extensa de recursos o de ecosistemas naturales y de la flora y la fauna que contienen, casi siempre por el abuso del ser humano, de manera directa o a través de la contaminación y del desequilibrio ecológico que el mismo hombre provoca.

Es sorprendente la poca importancia que se le otorga a ese daño de proporciones descomunales que los humanos estamos provocando en la naturaleza, cuando dependemos absolutamente de ella, es más, somos parte de ella. Y es que de algún modo se nos educa en la idea de que la naturaleza no importa, que se puede explotar, destruir, despreciar, sin que haya ninguna consecuencia. Se nos adoctrina en el antropocentrismo cristiano (el hombre como rey de una creación) que nos aleja del respeto que merecen la naturaleza y el resto de especies animales; y que justifica el abuso y el expolio indiscriminados de los recursos naturales, que nadie creó para complacernos, sino que simplemente forman parte de la cadena de la vida.

En el fondo se trata de una cuestión de dominio, de abuso y desprecio ilimitados que tienen que llegar a su fin si queremos que la vida siga existiendo. En este contexto resulta realmente increíble que no existan instituciones u organismos internacionales que se dediquen a controlar, a poner veto y a condenar los desastres ambientales que no dejan de producirse a pesar de la situación agónica en la que ya nos encontramos.

La destrucción de especies (biocidio) y la destrucción de la naturaleza (ecocidio) son claramente crímenes contra la humanidad porque nos afectan a toda la humanidad. Uno de ellos es sangrante, y se está cometiendo impunemente en estos mismos momentos: la destrucción del Amazonas, último pulmón del planeta, que Jair Bolsonaro está saqueando y vendiendo a multinacionales que quieren deforestar la gran selva para hacer dinero, obviando que esas tierras son patrimonio de la Humanidad entera, y que, como dijo el biólogo y activista político Barry Commoner, la primera Ley de la Ecología es que todo está interrelacionado con todo lo demás.

El pasado 22 de enero dos líderes indígenas de los pueblos originarios brasileños, comprometidos con la lucha de los derechos indígenas y con la preservación de la Amazonia, entregaron en la Corte Penal Internacional de La Haya una petición para que el actual presidente de Brasil sea investigado por este organismo por crímenes contra la Humanidad; como responsable de gravísimos daños ambientales, y también de persecuciones y asesinatos. Si la situación era ya precaria, alegan en esta denuncia que desde que Bolsonaro asumió la presidencia en enero de 2019 “la destrucción de la selva amazónica se ha disparado sin medida”.

 Exponen que la deforestación ha aumentado un 35 por cien sólo en un año, así como el asesinato de líderes indígenas y el colapso de las agencias ambientales que velaban por las tierras amazónicas. Cualquier cosa les vale para deforestar esas tierras con el fin de explotarlas con la minería comercial y con la extracción de petróleo y de gas. La voracidad y las ansias de dinero y de poder no tienen límites para la élite capitalista y neoliberal. Ni siquiera el dejar a la humanidad entera sin el pulmón verde que aún nos permite respirar, porque, como manifiestan en la demanda, la destrucción de la selva amazónica no sólo es un gravísimo peligro para Brasil, sino para todo el mundo, para toda la humanidad y para el planeta entero.

Me resulta inasumible que sólo sean dos líderes indígenas quienes se enfrenten a este ecocidio que puede acabar con la pervivencia del planeta, o con un planeta asolado e inhabitable. Tendríamos que ponernos todos, gobiernos y ciudadanos en pie para echar a Bolsonaro y juzgarle por crímenes contra la humanidad. Dice el veterinario y activista inglés Michael Fox que un crimen contra la naturaleza debería ser juzgado tan severamente, o más, como un crimen contra las personas. Y decía el antropólogo inglés Thomas Berry que el mundo natural es la comunidad más sagrada. Como es sagrada la naturaleza según la espiritualidad de los indígenas que las pueblan, aunque los predadores y saqueadores les hayan llamado siempre “salvajes”. Defender a la naturaleza es defender a los hombres, decía, a su vez, Octavio Paz. Mi espiritualidad es la naturaleza, dice Jennifer Ackerman en su libro El ingenio de los pájaros, y yo lo comparto y lo rubrico.