Las guerras culturales que vienen entablando desde hace años conservadores y progresistas en la mayor parte de los estados del planeta desembocan muchas veces en batallas judiciales. El fragor de los debates suele ocultar el verdadero orígen de estos contenciosos, que no es otro que el acoso confesional del integrismo religioso hacia los que no profesan su fe y sus fieles más tibios. 

Detrás del ataque contra las mujeres que deciden abortar o contra el matrimonio igualitario en Estados Unidos están los sectores más fanáticos del evangelismo, que han extendido su poder a buena parte del continente americano: desde Brasil a Centroamérica.

En España, organizaciones como Hazteoir o la Asociación de Abogados Cristianos encabezan este hostigamiento confesional sistemático de la igualdad y lo que califican como ideologías de género o guerras ideológicas.

Un común denominador de estas operaciones de acoso y derribo de las instituciones democráticas, que tuvieron su ejemplo más dramático en el asalto al Capitolio, es la de negar legitimidad al gobierno salido de las urnas. Lo que dice Trump de Biden es lo mismo que afirman de Pedro Sánchez los líderes de la derecha española Feijóo, Abascal y Arrimadas.

Aquí como allí, al otro lado del Atlántico, cuentan con el atrincheramiento inconstitucional del Poder Judicial en sus más altas instancias.

Indonesia, el país del mundo con más población musulmana, que acogió hace semanas la última cumbre del G-20 en la isla de Bali, acaba de aprobar una reforma de su código penal que castiga con cárcel las relaciones extramatrimoniales, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la apostasía y restringe derechos humanos fundamentales como la libertad de expresión y manifestación. Quien espolea estos retrocesos legales es el integrismo islámico.

Lo que Putin y sus ideólogos afines más fanáticos califican como una lucha contra la corrupción ideológica occidental de Ucrania tiene el respaldo de la todopoderosa Iglesia Ortodoxa rusa, con su patriarca Kiril a la cabeza.

La crueldad del estado de Israel hacia la población palestina es una consecuencia de la presión de los sectores ultra ortodoxos del judaísmo al poder político y judicial de Tel Aviv.

Las mujeres iraníes se rebelan ante el asedio religioso que practica la dictadura teocrática chií, con la complicidad de su poder judicial, que ya ha dictado las primeras condenas a muerte de manifestantes detenidos en las revueltas populares.

Qatar, como todos los países de mayoría musulmana que han incorporado la sharia a su ordenamiento jurídico, han legalizado la persecución al resto de religiones y han convertido en delito lo que para su rigorismo religioso es pecado.

Podríamos seguir con la casi interminable lista de países que sufren estas guerras culturales y jurídicas que esconden siempre un acoso confesional, una figura jurídica que no está reconocida en ningún país porque los poderes judiciales respectivos están infiltrados por el integrismo religioso predominante en cada territorio. Sin embargo, en casi todos los países se persiguen la blasfemia, o la ofensa a los sentimientos religiosos (caso de España). Estamos indefensos ante los excesos de los creyentes más fanáticos que tienen secuestradas a las religiones monoteístas del planeta.