Aunque en algunos ámbitos difunden la idea de que pensar “es malo” (quizás porque a poco que se razone se desenmascara la falsedad de muchos argumentos de los que defienden esa idea), algunos, entre los que me encuentro, nunca hemos podido ni querido dejar de hacerlo. Por ejemplo, un tema sobre el que he ido profundizando a lo largo de mi vida es el de la supuesta superioridad de algunos respecto del resto. Cuando de niños nos explicaron aquello de la realeza y la monarquía (casi siempre con largos y sesudos argumentos, porque no hay quien pueda explicarlo de manera clara, sensata y racional) nos dejaban ya muy claro que hay seres humanos que descienden de las deidades, mientras que otros son hijos de la miseria, aunque por otro lado nos digan que todos “somos hijos de dios”.

En mi interés por querer entender el mundo en el que vivo, he intentado buscar explicación a esa supremacía de unos pocos respecto de una gran mayoría. Sintetizando mucho, como en tantas cosas, en esta cuestión lo que se nos enseña casi siempre es lo contrario de la verdad, que suele ser muy diferente a la versión oficial de los hechos o de las cosas. De tal manera, los orígenes que explican la supremacía de una minoría de personas respecto del resto (aristocracia) casi siempre son una falacia, o, en otras palabras, una pamplina.

Hace años me enteré de que el apóstol Santiago (a cuya representación iconográfica se le llama popularmente matamoros), llegó a la “excelencia” y a la santidad por el gran “servicio” que fue la matanza de moros. Aquello me impactó, y es que, no sé a los demás, a mí todo lo que sea matanzas, genocidios, crímenes o asesinatos me parece el polo más opuesto de cualquier posicionamiento ético o moral, ya no digo espiritual. Pues así, todo. No quiero decir que en la aristocracia no haya personas impecables a cualquier nivel; por supuesto que sí. Como en todos los ámbitos y en todas las clases sociales, hay bondad y maldad, empatía y psicopatía, probablemente en proporciones iguales o parecidas.

Sé de aristócratas engreídos y abusivos, pero también de otros de alma muy grande. Pero sí es verdad que, al igual que el origen divino de la monarquía, la supuesta excelencia de cada título nobiliario es puro mito. De hecho, si nos ponemos a buscar en los orígenes, nos encontramos en muchos de ellos con servicios al poder o a la realeza que, de ningún modo, pueden atribuirse a ninguna excelencia, sino radicalmente a todo lo contrario; y nos encontramos con que muchos títulos nobiliarios, grandezas de España, junto a donaciones de tierras y dineros, fueron el pago por esos servicios o favores prestados a esos intereses muy concretos. Por todo lo cual, ese rancio abolengo en muchos casos podría ser motivo más que de orgullo, de vergüenza.

No me he sorprendido nada cuando he leído varios artículos en los últimos días que aluden a la relación estrechísima con el franquismo del abuelo del aristócrata implicado en el asunto de las comisiones por la venta de mascarillas en el Ayuntamiento de Madrid. Según diversos medios, Rafael Medina, duque de Medinaceli, formó parte de la represión franquista que se dedicaba a “limpiar de rojos” las tierras andaluzas, sembrando de terror las zonas de Huelva y Sevilla durante la guerra civil. Para nada afirmo que de tal palo tal astilla. No. A veces ocurre hasta lo contrario.

Y quizás no se trate ni siquiera de las personas, sino de las instituciones medievales y obsoletas que se perpetúan sin mucha razón de ser. La monarquía, con sus privilegios desmedidos y su vergonzosa impunidad incita de algún modo a la soberbia y a la corrupción, como bien hemos visto de cerca. Con la aristocracia ha pasado algo parecido durante muchos siglos. El abuso y el acceso fácil al poder y al dinero suelen estar normalizados en ámbitos que presuponen la superioridad de unos pocos frente a la mayoría, y que asumen que el abuso de los otros forma parte de sus derechos innatos.

La Justicia dirá la última palabra en este asunto. Aunque, por otro lado, me parece una barbaridad que recaiga todo el peso de las supuestas irregularidades en los dos comisionistas, cuando existe una responsabilidad política que parece que no se está ni contemplando, y que a mí me parece el gran quid de la cuestión. Y Almeida es el principal responsable en esta cuestión por haber facilitado cobertura a esos supuestos hechos delictivos.

Decía Ortega y Gasset que “todos somos lo mismo, pero no todos somos los mismos”, refiriéndose a que, efectivamente, las diferencias entre los seres humanos pueden ser abismales; sin embargo, en lo que a superioridad se refiere, está claro que la prestancia y la categoría humanas no siempre van parejas a la condición social, y muchísimo menos a las creencias religiosas. Como decía el gran Beethoven, no conozco otro signo de superioridad que no sea la bondad del corazón. A la vista de los hechos, quizás sea ésa la verdadera nobleza, al menos la más admirable, la del alma.