Confieso que me gusta el ajedrez, pero no desde esa visión competitiva y maximalista con la que ahora se juega vía internet, con partidas ultrarrápidas que me ponen cardíaco. Prefiero su vertiente histórica y estética, su función social y su disciplina ética y moral. Es decir, el ejercicio interior que toda persona debe hacer si quiere enfrentarse con garantías a cualquier reto externo. Unas veces se gana y otras se pierde la partida y, en la mayor parte de los casos, el fracaso es culpa tuya y únicamente tuya y no sirve de nada quejarse. Le damos la mano al contrario y a seguir batallando. La vida misma.

Me fascina José Raúl Capablanca, que, por cierto, durante 10 años fue español, pues nació en Cuba en 1888, y su historia de superación y éxito en los felices años 20. Me gusta también oler y acariciar las piezas de noble madera de las pocas tiendas especializadas que quedan por Europa, entre ellas la de Madrid, aunque no hace mucho visité la de Viena y aproveché para jugar una partida con un simpático señor de muy avanzada edad, que me ganó con mucha presteza; al igual que me ocurrió en Nueva York, en Washington Square, donde da gusto sentarse y observar la vida de la Chess Plaza para acabar jugando con alguien, en mi caso un ex militar que había estado en Rota y chapurreaba el español. También me ganó. Es otra forma bastante más barata y feliz de hacer turismo.

De alguna manera, jugar al ajedrez se ha convertido en revolucionario, porque no gana quien más grita o quien más ataca al contrario con cualquier excusa verdadera o falsa; sólo triunfa la inteligencia y la paciencia, combinadas como un arte, sabiendo llevar al enemigo a  terreno movedizo y esperando que cometa un error para asestar el golpe mortal del que no pueda recuperarse. Pero en silencio y atento a cualquier celada que el otro te pueda estar montando. Nunca se puede bajar la guardia.

Me gusta esta forma de entender el juego y, por ende, la vida. Al contrario, si por algunos fuera, jugarían al ajedrez con una torre de más escondida en la manga, para encajarla en el tablero cuando el contrario mirara para otro lado, y habría quien aplaudiera esa maniobra y la justificaría acusando al otro de lo mismo, aunque sea mentira.

Yo soy de la Generación Fischer, pues tenía 13 años en 1972, cuando el norteamericano sacudió el mundo al ganar al ruso Spassky. Al día siguiente los amigos reproducíamos las partidas, que los periódicos publicaban con grandes titulares. Vaya verano pasamos; la primera partida se jugó el 11 de julio y la última el 31 de agosto. Luego, profesionalmente ya, me ocupé del Mundial de Sevilla, en el otoño de 1987, que jugaron Karpov y Kasparov, con victoria del segundo. Allí jugué también muchas partidas con gente de todo el mundo.

Por cierto, que la mesa y las sillas de aquel histórico torneo están hoy en la sede del Club Ajedrez Sevilla, un tanto expuestas al infortunio del tiempo y los chiquillos, que gustan de saltar entre partida y partida. Sería bueno que el Ayuntamiento o la Junta de Andalucía les buscaran un lugar de honor para su conservación, antes de que se rompa, pues en 2027 se habrán cumplido 40 años de aquel acontecimiento que abrió las puertas, 5 años antes de Expo92, a la imagen internacional de Sevilla.

En mi mesa de trabajo está siempre dispuesto el tablero magnético de 25x25 que me compré hace más de 30 años en Moscú; el mismo que tienen millones de rusos y, a veces, como evasión de lo que estoy haciendo, muevo una ficha y recuerdo las escenas de Bogart en Casablanca.