Mazón ha dimitido porque no le quedaba otra salida. No lo ha hecho por ética, ni por responsabilidad, ni por una súbita iluminación democrática. Ha caído porque la realidad lo ha arrinconado: la presión judicial, el desastre de gestión tras la DANA y las multitudinarias movilizaciones ciudadanas hicieron imposible su continuidad. Su salida no es un acto de dignidad, sino la consecuencia de un gobierno que se ha derrumbado bajo su propio peso.

El PP intentará venderlo como un gesto regenerador, pero no lo es. Es, de hecho, la confirmación de que este partido solo sabe reaccionar cuando el escándalo alcanza tal magnitud que ocultarlo ya no es viable. Mazón no dimite porque Feijóo se lo exija —nunca se lo pidió—, sino porque la justicia y la ciudadanía le cerraron todas las puertas. Doce manifestaciones masivas han hecho más por la democracia que toda la cúpula del PP junta. Feijóo, como siempre, llegó tarde, parapetado en su silencio característico.

Y aquí surge la pregunta inevitable: si Mazón ha dimitido, ¿qué justificación les queda a Ayuso y a Moreno Bonilla para seguir aferrados al cargo? La respuesta es simple: ninguna. Ambos representan un modelo político donde la rendición de cuentas no existe, donde el poder se conserva mediante propaganda y donde cada crisis se gestiona mirando para otro lado.

El PP lleva décadas perfeccionando un manual de actuación ante las catástrofes: negar la evidencia, minimizar el daño, diluir responsabilidades y convertir cada desastre en un problema de comunicación. Un método que bebe de su propia historia y que se ha repetido tantas veces que ya es una doctrina interna.

Sr. Feijóo, ¿cree realmente que basta con repetir tres mantras vacíos —“no es nuestra competencia”, “la culpa es de otros”, “hicimos lo que pudimos”— para esconder el desgobierno? Porque lo que se oculta detrás de esa retórica no es gestión: es indiferencia hacia quienes sufren.

No es un fenómeno nuevo. España ya ha visto este patrón demasiadas veces: el Yak-42 y sus identificaciones chapuceras; el Prestige y aquellos “hilillos de plastilina”; el 11-M y la manipulación política más burda de nuestra democracia; las vacas locas; el Metro de Valencia con 43 víctimas convertidas en una estadística incómoda; las residencias de mayores durante la pandemia; la DANA; los incendios forestales minimizados hasta el absurdo… El PP sigue un guión que parece inamovible: minimizar, ocultar, culpar a terceros y evitar responsabilidades. Un manual que no solo erosiona la democracia: pone vidas en riesgo.

En Madrid, Ayuso dejó tras la primera ola de la COVID-19 una herida que todavía no ha cerrado. Miles de mayores murieron en residencias sin ser trasladados a hospitales. Documentos oficiales de su propio Gobierno revelan que casi el 80% de las personas fallecidas no fue derivada. Y mientras las familias siguen esperando una explicación, Ayuso repite la frase más cruel que ha pronunciado un cargo público en democracia: que muchos “se iban a morir igual”.

La Comisión por la Verdad estima que más de 4.000 vidas podrían haberse salvado. No son números. Son personas. Son familias enteras marcadas por una gestión que, en lugar de proteger, dejó desamparados a los más vulnerables. Pocas veces España ha visto una combinación tan peligrosa entre ideología, improvisación y soberbia.

En Andalucía, Moreno Bonilla se enfrenta ahora a su propio escándalo sanitario. No se trata solo de un error, ni de un fallo puntual. Es el resultado de años de recortes que han desmantelado el sistema público. El presidente del Gobierno lo dijo con claridad en el Congreso: estamos ante un caso acompañado de “mentiras, negligencia y manipulación informativa” que ha comprometido la salud y la vida de miles de mujeres andaluzas.

Moreno Bonilla aseguró primero que eran dos o tres casos. Hoy sabemos que hay más de 2.000 mujeres afectadas. Lo que aún no sabemos —y es lo más grave— es cuántos diagnósticos tardíos tendrán consecuencias irreparables. Este no es un problema técnico: es una consecuencia directa de una política que ha condenado a dos millones de andaluces a listas de espera interminables para citas con especialistas u operaciones. La pregunta es inevitable: ¿cómo puede sostenerse que esta situación es normal?

Mientras tanto, Ayuso continúa cercada por la sombra que rodea a su entorno y por una gestión marcada por la confrontación permanente. Su actitud es cada vez más desafiante, casi arrogante. Una presidenta que ha hecho del insulto un programa político y de la propaganda un muro para ocultar los errores que ya no caben debajo de la alfombra.

La derecha repite que “las dimisiones no solucionan nada”. Es falso. La dimisión es higiene democrática, un mecanismo básico de control político que diferencia a las democracias maduras de los gobiernos que confunden el poder con un patrimonio personal. En Europa, un ministro dimite por un fallo en un protocolo, por una mala cifra o por un retraso injustificado. En España, con el PP, las dimisiones solo llegan cuando ya no es posible sostener la mentira.

La sociedad, sin embargo, se está cansando. Porque detrás de cada decisión hay consecuencias reales: mayores que murieron solos, mujeres que no recibieron a tiempo una llamada que podía salvarles la vida, pacientes que esperan meses un diagnóstico, familias que se sienten abandonadas.

La democracia exige asumir responsabilidades. Exige que cuando la gestión falla —y falla gravemente— quienes están al frente den un paso atrás. Mazón lo ha hecho, forzado por la evidencia. Pero Ayuso y Moreno Bonilla siguen escondidos detrás del manual del PP, convencidos de que el tiempo y la propaganda lo curan todo. Y no. No lo curan.

Si Mazón ha dimitido, Ayuso y Moreno Bonilla no pueden seguir actuando como si nada hubiese pasado. La pregunta ya está sobre la mesa. Y es urgente: Si Mazón se ha ido, ¿a qué esperan Ayuso y Moreno Bonilla para dimitir? La respuesta es incómoda, pero evidente: ninguno de los dos está dispuesto a asumir responsabilidad alguna, aunque su gestión haya dejado episodios que en cualquier democracia sólida habrían provocado renuncias inmediatas.

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