Una de las características clave de la economía como disciplina es su capacidad de servir como justificación o guía de los diseños sociales que rodean nuestra vida diaria: cómo tiene que ser el mercado laboral, cómo debemos organizar este o aquel servicio público, si son buenas o no determinadas regulaciones de los mercados financieros. De tal manera que, en cierto modo, los economistas han sido presentados como los ideólogos del orden social en el que vivimos, para bien como para mal.

Así, la propia economía como disciplina ha sido presentada como impulsora de un determinado modelo social, que se ha querido establecer como “el único posible” a la luz de las propias conclusiones de sus propios análisis. No faltan tampoco reflexiones sobre la incapacidad de la economía como disciplina para satisfacer los objetivos de uno otro proyecto político y social con características más sostenibles o socialmente más justas, que suelen derivar en la propuesta de otra “ciencia económica” más ajustada a la realidad de una u otra manera. Así se suele señalar que los desafíos de la digitalización, los retos de la sostenibilidad o la existencia de numerosas necesidades humanas sin satisfacer son justificación suficiente para la construcción de un “nuevo paradigma teórico”.

A juicio de quien escribe estas líneas, ambas posiciones son caminos equivocados: sin dejar de señalar las dificultades y retos metodológicos que subsisten en la economía como disciplina, la economía actual ofrece un amplio elenco de herramientas que pueden servir para múltiples fines: sirve para identificar la creciente desigualdad como hace Thomas Piketty o Toni Atkinson; para precisar los efectos de un cambio climático descontrolado y para establecer las medidas que nos permitirían evitarlo, como hacen Rudiger Dornbusch y Nicholas Stern. En la economía moderna, el ser humano ya no es un animal racional pendiente únicamente de un bienestar que persigue como un robot, sino que caben las emociones, los errores de apreciación, el comportamiento de los grupos y las consideraciones morales, gracias a los esfuerzos de investigadores como Richard Thaler o Daniel Kanneman. La economía moderna nos ha mostrado que más allá del mito de la competencia sin límites, existen maneras en las que los seres humanos pueden coordinarse de manera cooperativa para lograr objetivos compartidos y, que, es más, lo hacen a menudo cuando se dan los diseños institucionales adecuados, como nos enseñó Elinor Ostrom.

La ciencia económica es hoy una caja de herramientas cuyo uso no está predeterminado, y son muchos los modelos de sociedad que pueden ser explicados desde la disciplina: desde las socialdemocracias nórdicas que han logrado altísimos niveles de calidad de vida, hasta la realidad en la que viven los 1000 millones de personas que viven con menos de un dólar al día.

Esta realidad mantiene dos corolarios. El primero de ellos es, como respuesta preliminar a la pregunta que nos hacíamos en esta columna, que no es necesario plantearse revoluciones teóricas para buscar nuevos modelos de sociedad: la mayoría de los mismos ya podrían ser explicados en términos económicos sin necesidad de recurrir a una nueva visión de la economía como disciplina. Es más, en la mayoría de los casos, cuando se habla de nuevos modelos económicos “que desafían a la sabiduría convencional” estamos hablando de maneras de organizar la producción y distribución de bienes y servicios cuyo desarrollo depende más de los marcos institucionales y de las relaciones sociales de poder que de lo que explique o deje de explicar la teoría económica estándar. En otras palabras: construir atajos teóricos para justificar la bondad de una u otra medida de política económica es un mal negocio a largo plazo y las sociedades lo suelen terminar pagando.

El segundo corolario, este destinado a las personas más conservadoras, es que la teoría económica, como tal, no tiene un “modelo ideal” de sociedad que haya que seguir a pies juntillas, en una suerte de “fundamentalismo científico”. La economía moderna sabe que los mercados libres y perfectos son más una excepción que una norma, y buena parte de la economía -como disciplina empírica y como política práctica- consisten en ser capaces de analizar y gestionar los innumerables fallos que existen en la “economía realmente existente”.  La gestión de estos innumerables fallos de mercado depende en gran medida de los marcos institucionales, y de las decisiones éticas y políticas, y no tanto de una consecuencia lógica extraída de un modelo económico. La mayoría de las decisiones que tomamos tienen consecuencias, beneficios y costes. Las herramientas económicas señalan ambos extremos, pero la decisión final no depende de ellas. Cuando un economista sólo señala los costes o los beneficios de una medida, está haciendo política disfrazada de economía, en un ejercicio puramente ideológico que poco o nada aporta a la mejora de los debates públicos.

¿Significa esto que debemos conformarnos con la situación de la disciplina económica? Puede que no necesitemos un “nueva teoría económica”, pero la actual puede y debe evolucionar: como cuerpo del conocimiento con vocación científica, la economía está abierta a numerosos retos y tiene todavía muchísimo que aprender sobre cómo funciona el mundo y sobre cómo puede mejorarlo. La corriente principal podría ser más permeable a las propuestas, críticas y desafíos que están presentes en las mejores aportaciones de otras corrientes de la disciplina o de otras ciencias sociales, en particular la psicología, la sociología o las ciencias políticas. Debe entenderse a sí misma como un proyecto en construcción, en el que no faltan numerosas controversias y enigmas todavía sin resolver, evitando cerrarse en sí misma como un dogma autocontenido protegido por la formalización matemática.

¿Cómo entender entonces la economía? Más que una norma para identificar el buen uso de la economía, existe una regla para identificar su mal uso: si el interlocutor es defensor de un modelo económico que puede solucionar todos los problemas de un país o incluso del mundo, pero que no se pone en marcha por la resistencia de sus colegas de profesión, la incapacidad de los políticos, o el egoísmo de los ciudadanos, desconfíen: en ciencias sociales no existen las revelaciones, sólo el trabajo empírico y el examen crítico en un contexto de numerosas contradicciones y lagunas. Todo lo demás es algo más parecido a la religión.