Esta semana, la Comisión Europea ha presentado sus previsiones de invierno sobre la economía europea, certificando con los datos el momento de desaceleración económica que vivimos: los servicios de previsión de la Comisión certifican el frenazo al crecimiento del PIB de 2019, frenazo que también afecta a nuestro país -aunque en menor medida- y abre las puertas a la mayor de nuestros temores: una nueva recesión.

Aunque los conceptos que definen una recesión son múltiples, se ha instalado en la opinión pública que una recesión es un período en el que se produce un crecimiento negativo del PIB durante dos trimestres seguidos. Así que todos los ojos se centran en la evolución de esta variable, el Producto Interior Bruto, como elemento fundamental de valoración de la marcha de una economía. El crecimiento del PIB es alto, es bajo, se desacelera, se aproxima a su potencial… bien pero… ¿qué es el PIB? ¿Por qué lo consideramos tan importante?

El Producto Interior Bruto es una variable que se calcula desde los años 30 del pasado siglo, y se basa en el cálculo -basado en una estimación- sobre el total de intercambios económicos dentro de un país, tanto entre los diferentes agentes -familias, empresas, gobierno- como entre un país y el conjunto de la economía internacional. En su proceso de cálculo obtenemos numerosas variables relevantes, como el consumo y la inversión, la distribución primaria de la renta entre salarios y beneficios del capital, o la diferente distribución de la producción por sectores, como por ejemplo, el peso de la industria o de la construcción. El PIB es una variable determinante para examinar la sostenibilidad de otras, como la deuda pública, el déficit público o el saldo exterior, cuyo análisis debe entenderse siempre como un porcentaje del propio PIB. Así que, en la política económica moderna, el PIB juega un papel fundamental no sólo en la gestión de estos aspectos sino como señalizador para las expectativas de los agentes económicos: si el PIB tiene un crecimiento débil, el empleo suele crecer en menor medida o incluso decrecer.

Sin embargo, su utilidad para otras finalidades ha perdido mucho de su lustre. Los casi 90 años del PIB como variable no han pasado en vano y su función para determinar el nivel de vida de una sociedad, siempre cuestionado, esta dejando de tener sentido. El PIB no recoge las relaciones económicas que no se materializan en intercambios económicos, como por ejemplo el trabajo no remunerado, el trabajo voluntario, el cuidado de los dependientes por parte de familiares, o el autoconsumo. Tampoco captura adecuadamente la productividad generada por las nuevas tecnologías: hace 35 años, un ordenador personal familiar tenía unos 48k de memoria, y un precio de unos 400 euros descontada la inflación. Hoy en día, por 400 euros cualquiera puede adquirir un teléfono móvil o un ordenador con un millón de veces esa memoria. Pues bien, en el PIB la compra de ese ordenador cuenta lo mismo. En otras palabras, el PIB es incapaz de capturar toda la información sobre las cosas “buenas” que hacemos o nos pasan.

Y sin embargo, en la otra cara de la moneda, el PIB está diseñado para capturar los costes hospitalarios generados por la contaminación atmosférica, el coste del consumo de sustancias nocivas como el tabaco o el alcohol, o incluso, tras la última revisión de su cálculo, el montante de transacciones relacionadas con la prostitución, el tráfico de drogas y otros delitos. La tala de un bosque es considerada una actividad económica que suma al PIB, aunque se destruya patrimonio natural de manera irreversible.

Definitivamente, el PIB no es un buen indicador de la calidad de vida o la salud de una sociedad. Sabemos desde hace muchos años que, si bien en las etapas más tempranas del desarrollo económico su impacto es máximo en materia de esperanza de vida y salud, llegado un determinado umbral, su crecimiento deja de ser una variable plenamente explicativa de aspectos relacionados con la calidad de vida. Sin ir más lejos, España será el líder mundial en Esperanza de Vida, y estamos lejos de tener el PIB per cápita de otras sociedades más ricas. El PIB no captura tampoco los efectos distributivos, de manera que nos dice poco de cómo está distribuida la renta y la riqueza en un país. En conclusión, puede ser un indicador necesario, pero no suficiente. Y en muchos casos es contraproducente. 

Muchos esfuerzos se han desarrollado por elaborar indicadores alternativos: el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo planteó hace ahora 30 años el Índice de Desarrollo Humano, que combina aspectos como la educación y la esperanza de vida conjuntamente con la renta per cápita para ofrecer una visión más precisa de la calidad de vida de una sociedad. La OCDE tiene su propio índice de progreso social, denominado “better life index”, en el que incorpora once dimensiones como la vivienda, el empleo, la salud, la satisfacción personal o el equilibrio entre la vida personal y la profesional. Cada uno de ellos nos permite tener una perspectiva más enriquecedora del nivel de desarrollo de una sociedad, con mayor cantidad de matices y una mejor comprensión de su alcance. En 2009, el entonces presidente de Francia, Sarkozy, encomendó a una comisión de economistas -dos de ellos los premios Nobel Amartya Sen y Joseph Stiglitz- la elaboración de nuevas alternativas de medición del progreso económico y social, dando lugar a un extenso e interesantísimo informe en el que recomendaban abandonar la visión de efecto túnel de medir únicamente variables basadas en transacciones monetarias -consumo, inversión- para acceder a un set más complejo y multidimensional de medición del desarrollo.

La incorporación de estos indicadores podría enriquecer la gestión de la política económica, que no debe centrarse únicamente en la promoción del crecimiento del PIB. Pero a fecha de hoy no pueden sustituir su papel. Puede que, llegado un determinado umbral, el PIB deje de ser el factor explicativo fundamental de la calidad de vida de una sociedad. Pero como indicador de coyuntura económica, a fecha de hoy es insustituible. Si el PIB crece, es muy probable que crezca el empleo. Y si el PIB cae, es también muy probable que el empleo decrezca, con independencia de que el Índice de Desarrollo Humano, por ejemplo, sufra muy pocas variaciones. La medición del progreso económico y social de nuestras economías debe sin duda complejizarse y utilizar nuevas herramientas que perciban con mayor precisión la situación socioeconómica de la población. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible ofrecen una guía bastante detallada sobre los que debemos medir, por ejemplo. Pero a fecha de hoy, el uso del PIB es imprescindible para determinar la política económica, al menos a corto plazo. El reto es cómo articular un marco de políticas que permita una adecuada gestión de la coyuntura trimestral con un modelo de sociedad en la que el crecimiento económico medido a través del PIB ya ni puede ni debe ocupar el papel que ocupa en la actualidad. Y no hay respuestas fáciles.