Una conocida presentadora saca su móvil de ultimisima generación en uno de los eventos televisados con más público del año, se hace un autorretrato junto a unos cuantos famosos, lo sube a una red social, pide que lo compartamos, y la genialidad se convierte en todo un acontecimiento social y mediático. Si el éxito del selfie de Ellen DeGeneres en los Oscars no es el mayor ejemplo actual de la estupidez humana, que venga Carlo M. Cipolla y lo vea (o mejor dicho, lo retuiteé).

Analizado fríamente, el fenómeno del selfie (ojo, «palabra del año 2013» para el diccionario Oxford) es por su propia naturaleza ridículo, pero el éxito del celebrity selfie y el massive celebrity selfie (no sé si existen estos términos, pero que por inventarnos palabros en inglés no sea), demuestra que tantas horas delante de la pantalla megusteando deja nuestros cerebros con más agujeros que un queso gruyer. Ya no se trata de que a uno, persona humana e insignificante, le pueda ser indiferente lo que sus múltiples amigos de Facebook, Twitter o Instagram hagan a cada segundo del día u opinen de los temas más diversos, a fin de cuentas nadie nos ha obligado a unirnos a una red social y además, somos libres de ignorar lo que queramos; es que se nos pide que compartamos, para mayor gloria de la marca telefónica de turno, y que celebremos, como si fuese uno de los actos más divertidos de nuestra existencia, una foto cutre de unas cuantas estrellas hollywodienses haciendo el garrulo y con la que intentan demostrar que son mucho más cercanas a nosotros de lo que realmente son. Y nosotros lo hacemos. Y lo hacemos en manada. La estupidez humana elevada a la décima potencia. Que se haga un selfie Julio Iglesias de su lado malo de la cara y luego hablamos.

Vivimos la dictadura del aquí y el ahora cibernético, del exhibicionismo (¿controlado?) que se alimenta del voyeurismo, y viceversa. Es imposible escapar a los tentáculos de las redes sociales, medios revolucionarios para comunicarnos que bien utilizados pueden proporcionarnos ventajas incuestionables, pero cuyo mal uso acaba convirtiéndonos en gregarios aborregados de la gilipollez. Nadie está a salvo de caer en su trampa, y no hay que ser un lunático ni un conspiranoico para darse cuenta de que la cosa se nos está yendo de la manos.

Sigue leyendo el post de Marcos García Guerrero en Neville Magazine Digital