Vivimos en una aldea. Desde el Neolítico lo venimos haciendo. Solo nos faltaría para ello que los asentamientos respondieran a los lugares en los que es sencillo disponer de agua, como criterio selectivo. Unos por otros, disponemos de ella. Bueno, dejemos para otro día los pormenores. Es posible que ya no respondamos a los parámetros del momento de aparición de la agricultura o de las exigencias de la revolución industrial o de la sociedad post-industrial, ni mucho menos de la era del conocimiento. Pero seguimos viviendo en una aldea. Algunos, para darle entidad, hablan de Aldea Global. No solo suena bien, sino que parece tener enjundia. No obstante, en muchos aspectos viene a evidenciar que no es que nuestra aldea sea el mundo, sino que el mundo es nuestra aldea. Nada grandioso hay en ello, por cierto.

De momento estamos y nos sentimos más localizados, que lo que supone la globalidad. Si nos atenemos a la perspectiva a nuestro alcance, no solamente vivimos en una aldea, sino que somos aldeanos. Nos manejamos como tales, ya que algo de incultura revela nuestra conducta, cuando no un carácter rústico o primario. Cuando echamos una ojeada al acontecer diario, no podemos menos que torcer el gesto, por la retahila o letanía de sucederes que nos asaltan, valorados impropios, pero que insisten en aspectos largamente aceptados que, de pronto, se tornan incomprensibles, contrarios al sentir o pesar colectivo y que con demasiada frecuencia nos asaltan exigiendo un mayor rigor en nuestro juicio que, rara vez, concedemos, con gusto, sino más bien contrariados. Pongamos un ejemplo concreto que visualice la expectativa: Pepiño Blanco, acaba de ver estimado su recurso en la Sala de lo penal del Tribunal Supremo, que ha acabado archivando la investigación abierta por su presunta implicación en el caso Campeón. Unanimidad ha habido para pronunciarse el Tribunal en contra de que el ex-ministro cometiera delito de tráfico de influencias. No hubo ni presión, ni abuso de la situación de superioridad, ni mucho menos tráfico de influencias. Así finaliza un largo y tendido tiempo en el que el ex-ministro Blanco ha sido objeto de tortura, en especial por los miembros del PP que no dejaban ni a sol ni a sombra su figura y la arrojaban a la cara de sus interlocutores, cuando les afeaban la conducta de algunos del PP, demasiados, incriminados por aparentes y, como mínimo, desatinados actos, supuestos, de momento.

La cuestión que nos trae a la reflexión este hecho es, una vez más, el tenso y espeso ambiente en el que vivimos. Mucho se habla estos días acerca de la corrupción y las medidas ejemplares que los Partidos Políticos y las organizaciones debieran tomar, cuando amparan a un imputado en sus filas. Pepiño lo estuvo. ¿Si lo hubieran fulminado por ello, ahora qué? ¿quién devuelve el estatus que nunca debió perder? Se dice y habla tanto, se amplifica y desmesura tanto, se escribe y comenta tanto, se disparata e hiperboliza tanto, en suma, se hacen tantas tonterías sin fuste que, es difícil ajustar las formas a los estados posibles. Si se salda con la contundencia que lo ha hecho el Tribunal Supremo, un caso como el de Pepe Blanco, ¿quién paga ahora la desmesura en la que han rezongado tantos? ¿serán capaces, ahora, tantos de ellos, de abrazar el antónimo y alabar donde antes reconvinieron? La condena debiera ser, al menos, cada palabra o imprecación convertirla en bendición. Para algunos, la condena sería tan amplia, que precisarían conmutar parte de la pena, por no dar una vida espacio para tanta pena a cumplir.

Pero todo ello no es más que consecuencia de que algunos se empeñan en vivir la aldea, sin reparar que, a diferencia de aquélla, ahora sus errores y equivocaciones no les afectan tan sólo a ellos, sino que salpican a otros. Pero hay muchos que contribuyen a la amplificación con su desviada conducta, haciendo de corifeos de los poderes establecidos, usualmente. Hay que aceptar que, dado el descrédito sufrido por el estado de imputación, que hoy significa bien poco, como se puede comprobar, al no ser indicador casi seguro de culpabilidad, bien harían sus señorías si dejan la imputación para cuando estén más seguros de la implicación. Si no, no hay forma de entenderse. La corrupción requiere una señal clara e inequívoca de que se está implicado. De no ser así, el largo y penoso itinerario que, de forma obligada, hay que recorrer, estando social y mediáticamente condenado ya es una pena imposible de redimir. ¿quién devuelve a Pepe Blanco la honradez mancillada innecesariamente por tantos que no pudieron tener espera a que técnicamente se demostrara su culpabilidad? Los artículos, las referencias, los foros, las tertulias, etc. lo empleaban como pasto diario. Ahora resulta que ni en tiempo, ni en espacio, ni siquiera con voluntad de ello, van a resarcir todo lo que de negativo se le imputó. A poco que tengamos algo de sensibilidad, admitiremos que es toda una monstruosidad.

Las cosas debieran ser más sencillas. Más fácil de entender, comprender y asimilar. No puede ser que aceptemos en la sociedad a rufianes que ventosean vómitos de todos aquellos a los que, por una razón u otra, no les caen bien. A la gente hay que tomarla como es. Claro que siempre dentro de la normalidad. Los que se salen de ella, hay que enseñarles la puerta de salida, porque no pueden hacer mella en el resto. La aldea es más pequeña de lo que parece, porque la potencia y alcance de los medios no conoce distancias ni tiempos en la actualidad. Cuando se hace mal, se hace mucho mal, muy extendido. Por eso las penas debieran ser mucho mayores, más extensas y durante más tiempo.

De igual modo que señalamos esta faceta negativa, tenemos que advertir que en otros, cuando es lo contrario, tampoco puede minimizarse lo que es enorme. Parece grave la pertenencia del Presidente del Tribunal Constitucional a un partido político, el PP. Es un hecho gravísimo que desde la disciplina de un partido político se puedan tener responsabilidades, nada menos, que de la constitucionalidad de cualquier iniciativa, hecho o norma. Se pone en juego la credibilidad de la más alta Institución que debe velar por el cumplimiento de la Carta Magna. No pueden haber contemplaciones en estos aspectos. Nos tememos que las van a haber, que se va a intentar disimular, que se pretenderá que pase la borrasca. Pero, flaco favor se hace a las instituciones. Poco a poco se mina todo y acabamos en finales deplorables.

En muchos sentidos somos aldeanos. Además discriminando casos, según de donde vengan y quienes estén implicados. A unos los condenamos, mientras a otros los santificamos. Hay que convenir que le estamos haciendo un flaco favor a este país con los sucesos que últimamente protagonizan algunos. Todo es un espectáculo de mal gusto. Tremendo, si se analiza lo más mínimo. Siempre hay alguien capaz de hacer cualquier cosa, por disparatada que esta pueda parecer. Se responde con evasivas o no se responde. Se piensa que para qué se va a responder, si total los que denuncian son pocos. Se cree que se conforman en poco tiempo. Pero cada día se enredan más las cosas. Menos mal que los jueces, algunos, parecen estar, la mayoría, en su sitio. Algún día tendremos que reconocer que fueron ellos, los jueces, los que pusieron orden en este país. Si, así como suena, están siendo los jueces los que ponen las cosas en claro. Las Instituciones han devenido en inútiles por acaparamiento desde una mayoría absoluta tan deprimente del PP. ¿Qué hubiera ocurrido si el PP en la campaña electoral hubiera anticipado lo que está haciendo, abusando de la mayoría absoluta? ¿ le hubieran votado los mismos? ¿hubiera accedido a las Instituciones de la forma que lo ha hecho? Ahora bien, los que votaron PP, ya saben cómo se las gastan estos muchachos, si les parece bien la cosa, pues repitan, que palos a gusto no duelen. ¡Qué pequeño resulta ser nuestro mundo! Especialmente cuando algunos se empeñan en empequeñecerlo. Lo dicho: una aldea (con aldeanos, claro).

Alberto Requena es Presidente del Partido Socialista de la Región de Murcia