Horas después de que el ministro del Interior y el conseller del ramo hicieran un esfuerzo casi malabar para conseguir ponerse de acuerdo en la necesidad de garantizar la neutralidad del espacio público, Rivera criticó a Grande-Marlaska por confiar en la policía autonómica en el conflicto de los lazos amarillos de quita y pon; el ex presidente residente en Bruselas, por su parte, puso en duda la voluntad del diálogo de Pedro Sánchez por la llegada a Cataluña de un refuerzo policial de unos 600 efectivos, después de que su sucesor en el Palau de la Generalitat jugara con la hipótesis de abrir las cárceles para liberar a los miembros procesados del anterior gobierno catalán.

El líder de Ciudadanos está tanteando los límites de la demagogia, poniendo a prueba las costuras democráticas del país, con un estilo muy parecido al de los radicales independentistas y con un fin idéntico al de estos: crear las peores condiciones de convivencia posibles para su beneficio electoral, asegurándose unos y otros una subida de tono del adversario a cada una de sus provocaciones. El primer objetivo compartido es impedir la consolidación de un diálogo institucional, siempre tambaleante por sus propias contradicciones.

Después de los ataques a la escuela catalana y a la lengua, les tocó el turno a los Mossos, “una policía política” y, finalmente, a TV3, “el aparato de propaganda separatista”. Rivera llegó al plató de Els Matins con ganas de decir lo que dijo. Si le hubieran hecho caso a él, la televisión pública catalana no se habría librado del 155, como así sucedió en su momento por la interposición del criterio del PSC, apoyado por el PSOE. “En esta casa se manipula”, “aquí se miente”. Y no lo dijo textual, pero vino a decir, “aquí manda el gobierno”. Ninguna de estas acusaciones son nuevas, ni siquiera originales y probablemente no del todo inciertas si hubieran ido acompañadas de la correspondiente precisión y modulación crítica.

En algunos programas de TV3 campa a sus anchas la propaganda independentista divulgada por los más activos comunicadores de la causa, se habrán registrado mentiras e intervenciones gubernamentales, sin embargo, la generalización de estas acusaciones a todos los programas y a todos los profesionales es injusta por ser desproporcionada y rebaja la credibilidad de la denuncia. En todas las televisiones se detectan sin esfuerzo las respectivas cuotas de sectarismo, pero la utilización partidista de esta penosa realidad dificulta la crítica inteligente del déficit de pluralismo en los medios de comunicación públicos o privados.

Rivera puso a prueba la profesionalidad de la entrevistadora al provocar un episodio de tensión en directo para alegría de sus seguidores; Lidia Heredia aguantó el envite con naturalidad y ahí acabó el incidente. Pero no la guerra de Ciudadanos con TV3, porque de la actitud mantenida por el entrevistado se puede sospechar que no se trata de un interés por mejorar el pluralismo de TV3, más bien, la pretensión de instrumentalizar este déficit en su beneficio, lo que permite augurar reediciones del encontronazo.

También aseguró Rivera en la entrevista que “no habrá convivencia en Cataluña hasta que no se consiga la neutralidad del espacio público”. Un objetivo que coincide casi literalmente con el acuerdo alcanzado en la Junta de Seguridad por el gobierno central y el autonómico. Es muy probable que tanto Grande-Marlaska como Miquel Buch se mordieran la lengua para no truncar una declaración de buenas intenciones. Al líder de Ciudadanos, el ejercicio de moderación gubernamental le supo a poco en su persistente reclamación de un nuevo 155, apelando a la inseguridad de la calle, el déficit de orden público y su desconfianza hacia la que califica de policía política de la Generalitat.

La polémica decisión de la Conselleria de mandar a los Mossos a identificar a quienes quitan los lazos amarillos ha obtenido el primer revés judicial, al archivar un juez de Falset las denuncias policiales por esta acción, que la Fiscalía del Estado ya equiparó a la de colocar los lazos en cuanto a modalidad de la libertad de expresión. La batalla amarilla provoca cansancio incluso en algunos independentistas que no saben ver el final de esta protesta, por el contrario, ha desatado cierta euforia en las filas de Ciudadanos que aplauden a quienes plantan cara a los activistas soberanistas, minimizando el riesgo de que los grupos anti-lazos sean ya prácticamente incontrolados, autónomos de sus impulsores iniciales.