Quebec vuelve a estar de moda tras una simple referencia del presidente Pedro Sánchez a las posibilidades de la política para resolver conflictos políticos, efectuada tras reunirse con el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau. Al presidente de la Generalitat, Quim Torra, le ha faltado tiempo para pedirle a Sánchez un referéndum como el celebrado en Quebec en dos ocasiones, devolviéndole de paso la acusación de ser el estado quien prioriza el conflicto y no el independentismo.

No habrá en ningún país del mundo, fuera de Quebec, tantos especialistas por metro cuadrado en la vía québécois como los hay en Cataluña, y aun así, en su interpretación española y catalana viene a ser un compendio de malentendidos. España y Canadá coinciden en ser monarquías parlamentarias y poco más. La diferencia substancial es que Canadá es un estado federal y Quebec una provincia fundacional del estado; mientras que Cataluña es una comunidad autónoma en un estado unitario. Por ser un estado federal, el gobierno de Quebec no tuvo que pactar ni pedir permiso a Ottawa para convocar sus referéndums, una opción que no está al alcance del gobierno catalán ni puede ser tolerada por el gobierno español, a menos que se modifique la Constitución.  Pero el gobierno de Quebec no esperaba poder proclamar su independencia, aun en el caso de una victoria del sí,  porque sabía que en la constitución federal no había lugar a una declaración unilateral.

Buscaba una negociación y, sobre el papel, la obtuvo. Tras los dos intentos, y a pesar de ser frustrados, la Cámara de los Comunes concedió permiso al gobierno federal para negociar con el gobierno federado de Quebec ( a secas, sin referencia a la hipótesis de la secesión), pero exigiendo una mayoría clara a una pregunta clara sobre la cuestión. La Asamblea de Quebec respondió con una ley de soberanía y una fórmula de la mayoría más uno como resultado suficiente para pedir la separación, lo que implicaría la modificación de la constitución federal.

En Canadá y Quebec no hay pues ningún ejemplo de unilateralidad para esgrimir ni ningún referéndum pactado a copiar

La discrepancia acabó en la Corte Suprema. Los magistrados respondieron de forma tajante que las provincias federadas no podían declarar unilateralmente la secesión y que al Quebec no le asistía el derecho a la autodeterminación. A la contundencia de tales negaciones, añadió una consideración paliativa al sentenciar que de darse el caso de aquella pregunta clara con su mayoría clara, las dos partes deberían negociar, sin especificar el contenido de dicha negociación. Y así están desde 1995, esperando a precisar la famosa ley de claridad.

En Canadá y Quebec no hay pues ningún ejemplo de unilateralidad para esgrimir ni ningún referéndum pactado a copiar y menos una fórmula mágica para aplicar. Lo que hay entre el estado federal canadiense y la provincia francófona es una relación presidida por la lealtad constitucional y un mandato de la Corte Suprema para emprender un diálogo político sobre premisas jurídicas de muy difícil concreción. En la práctica, una vía empantanada.  Hasta el punto que en las elecciones del próximo día 1 de octubre en Quebec, la reivindicación soberanista ha pasado a un nivel de interés secundario para los electores, después que en 2006, la provincia fuera reconocida como nación dentro de Canadá. De aquella pasión queda poco más que su himno, Le Manic, una canción de amor de Georges Dor, popularizada por Leonard Cohen.

Veintitrés años después del segundo intento, además de Sánchez, han pasado por Quebec Jordi Pujol (para ser condecorado con la Orden Nacional del Quebec), numerosos consellers, la práctica totalidad de los guías constitucionales del procés, un sinfín de profesores universitarios y parlamentarios de Barcelona y Madrid, pero las lecciones del conflicto québécois siguen siendo misteriosamente ignoradas, cuando no tergiversadas, a pesar de los esfuerzos de unos pocos especialistas, como el catedrático Xavier Arbós,  por señalar la distancia entre las dos situaciones constitucionales y políticas. Aquí, los protagonistas están centrados en atribuir al adversario la mayor responsabilidad posible en la estrategia de avivar el conflicto territorial.