La existencia de dirigentes presos justifica continuamente la política de los partidos independentistas en su determinación de mantener la excepcionalidad como regla de conducta; sin embargo, los políticos encarcelados pugnan por condicionar la política de sus compañeros de ERC y JxCat en dirección contraria. Quieren ser actores y no simplemente sujetos de referencia. En el caso de los republicanos, no hay mayor dificultad dada la influencia indiscutible de Oriol Junqueras. En el conglomerado PDeCat-JxCat-Crida la jerarquía es algo más dispersa.

La carta de los diputados suspendidos de la lista de JxCat apelando a la abstención en la investidura de Pedro Sánchez contradice abiertamente las tesis del entorno legitimista de Puigdemont y del mismo presidente Quim Torra, partidarios de no ofrecer ningún apoyo por activa o por pasiva al PSOE mientras “dure la represión”. Jordi Sánchez, Jordi Turull y Josep Rull, víctimas de esta supuesta represión, según el lenguaje utilizado por muchos soberanistas para referirse al proceso judicial seguido en el Tribunal Supremo, son en cambio propensos a la opción del mal menor. Como decía hace unos días Artur Mas, siempre será mejor un gobierno que no esté pensando todo el día en reeditar el 155 que uno formado por PP, Ciudadanos y Vox que tienen prometido un 155 perpetuo.

El movimiento de los tres diputados suspendidos coincide con la música emitida desde ERC desde hace días: una abstención sin contrapartidas para evitar males mayores. Pero choca frontalmente con la posición de negativa total a cualquier apoyo, transmitida por Laura Borràs al PSOE, teóricamente para ser solidarios con los presos, cuya libertad exige cada día este sector de JxCat para poder hablar con los socialistas. Esta posición oficial ha conseguido el apoyo del subgrupo de esta misma familia, JuntsxLaRepública, formado entre otros por Agustí Colomines y algunos cargos electos afines a Puigdemont, militantes también de la intransigencia con los socialistas (y con todos los que se acerquen a ellos, como Ada Colau).

El portavoz de JxCat en el Senado, Josep Lluís Cleries, también se ha manifestado en contra de regalar nada a Pedro Sánchez, aunque ha expresado su opinión que esta es una discusión interna que corresponde a los diputados en el Congreso. En realidad, la decisión la van a tomar Puigdemont y Torra, quienes controlan directamente el grupo parlamentarios a través de Borràs y Miriam Nogueras, y que están muy vigilantes del mismo tras la experiencia del apoyo a la moción de censura de hace un año, cuando los diputados afines a la dirección moderada del PDeCat burlaron su control, y prestaron sus votos al PSOE.

No es la primera vez que el mensaje enviado desde la cárcel difiere claramente de la posición de sus compañeros en el Congreso. Cuando la tramitación fallida de los presupuestos pactados por Sánchez con Podemos, los dirigentes procesados abogaron sin éxito por permitir dicha tramitación. En la campaña electoral, los entonces candidatos ya expresaron su teoría de facilitar las cosas al PSOE, aunque en aquella ocasión no olvidaron la exigencia de un diálogo que contemplara el referéndum de autodeterminación.

Los presos independentistas se esfuerzan desde el primer día para mantenerse vivos en política, más allá de ser utilizados como banderas de la excepcionalidad especialmente por parte del gobierno de Torra, que ha convertido a los encarcelados en argumento multidisciplinar para defenderse de las numerosas críticas por inoperancia gubernamental llegadas desde la oposición parlamentaria pero también de patronales y sindicatos. A pesar de que Jordi Sánchez ocupe la presidencia de La Crida (una plataforma inventada por Puigdemont que nunca ha conseguido levantar el vuelo), hasta ahora, solo han conseguido mantener el protagonismo electoral, una fórmula que seguramente permitió a JxCat salvar los muebles en las elecciones generales.

Oriol Junqueras es un caso excepcional porque además de su ubicuidad como cartel electoral mantiene un control efectivo en el aparato de ERC, aunque algunas de sus apuestas personales no hayan alcanzado el objetivo previsto, como en el caso de Ernest Maragall, alcaldable frustrado por Barcelona. Los republicanos mantienen sus eventuales diferencias bajo control, en contraposición a la transparencia total e involuntaria del conglomerado post-convergente, que se debate continuamente entre la fidelidad a su presidente instalado en Waterloo, cuya estrategia personalista perjudica más que beneficia a su partido (o partidos,) y la necesidad de recentrarse en una oferta política más proclive a recuperar un electorado bien diferente al de ERC.