El Parlament de Cataluña insiste en reprobar al Rey, en esta ocasión por haber “colaborado en la huida de Juan Carlos I”, aunque sin éxito, porque los servicios jurídicos de la cámara, atendiendo a la posición del Tribunal Constitucional, se resisten a dar carácter oficial a la resolución al no publicarla en el diario oficial. El debate parlamentario, improvisado a petición del presidente Quim Torra, acabó en nada. No es la primera vez, ni será la última, que el Parlament es simplemente utilizado como altavoz de las urgencias coyunturales de la mayoría independentista, para causar mucho ruido pero sin nueces. Una cámara de agitación sin atender al peligro de desprestigio institucional.

La archiconocida afirmación de Karl Marx, recogida en el 18 Brumario de Luis Napoleón, le ha quedado corta al Parlament de Cataluña. Si la historia se expresa primero como una tragedia y después como una farsa ¿cómo lo hará en la tercera o cuarta ocasión? La cámara catalana ya está en este punto. La instrumentalización de una interpretación equívoca sobre la proclamada soberanía de un Parlament (creado por una ley orgánica aprobada por el Congreso de los Diputados), asociada a la innegable libertad de expresión de los diputados, empuja permanentemente a la Mesa a la desobediencia al pretender aprobar resoluciones que se escapan a las competencias autonómicas.

Carme Forcadell, condenada por el Tribunal Supremo por sedición, se desgañitó en los famosos plenos de septiembre de 2017 para convencer a la oposición de la soberanía del pleno para tratar de todo aquello que quisiera, apelando a la libertad de expresión de los diputados para llegar donde no alcanzaran las competencias. Los integrantes soberanistas de la Mesa presidida por ella están pendientes de sentencia por parte del TSJC, acusados de desobediencia al TC. Este debate de fondo se repitió cuando un sector del independentismo quería investir presidente a Puigdemont desde la distancia, después con el derecho de autodeterminación y recientemente con los tres intentos de reprobar a Felipe VI, el enemigo público número uno de la Generalitat desde su discurso del 3 de octubre de 2017.

Quim Torra explotó en la noche del viernes al ver que una parte del independentismo renunciaba a la mayoría de las resoluciones, haciendo caso a las advertencias de los servicios jurídicos. “Hasta aquí podíamos llegar”, exclamó indignado el presidente de la Generalitat, “ningún funcionario puede decidir si se publica o no una resolución votada por el pleno”. No es una situación nueva, en noviembre de 2019, una resolución aprobada por el pleno que defendía el ejercicio al derecho de autodeterminación no vio la luz en el Boletín Oficial del Parlament porque el letrado mayor, Joan Ridao, se negó. En esta ocasión, Ridao (ex diputado de ERC y uno de los padres del Estatut de 2006) ha vuelto a imponerse a pesar de la gesticulación de Torra.

Estas sesiones de agitación del Parlament se repiten cada vez más a menudo. La de esta semana tenía como objetivo táctico manifiesto incomodar a los Comunes por su participación en el gobierno de Pedro Sánchez; para señalarlos como “monaguillos de la monarquía”, en expresión de la CUP. Los Comunes, a diferencia del PSC (muy habituados a no dejarse arrastrar por las provocaciones independentistas), son muy sensibles el acoso del soberanismo, con el que defienden un diálogo permanente y al que facilitaron la aprobación de los presupuestos de 2020, nacidos muertos por efectos del coronavirus. En esta ocasión, Torra les pidió que abandonaran el gobierno de coalición, además de pretender reprobar infructuosamente a Felipe VI y a la vicepresidenta Carmen Calvo por “colaborar en la huida” del rey emérito. Los Comunes hicieron equilibrios de cierto mérito para conjugar potentes declaraciones antimonárquicas como las de Ada Colau con sus oídos sordos a la petición de Torra.

La pretensión del independentismo oficial no es hacer caer a la monarquía, algo fuera de su alcance; son mucho más modestos, sencillamente se trata de dejar caer para la crónica política unas cuantas consignas para alegría de sus seguidores y el consiguiente uso electoral. El eslogan de la semana ha sido: “Cataluña es republicana y no reconoce a ningún rey”. Torra desveló enseguida que la consigna respondía al interés (al menos el suyo) de convertir las próximas elecciones en un nuevo plebiscito, formulado en esta repetición de jugada con la siguiente disyuntiva: o monarquía española o república catalana.

La monarquía española fue definida en el debate como el pilar fundamental “de la persecución de los derechos del pueblo catalán”, en recuerdo del discurso del 3 de octubre en el que el rey apeló al restablecimiento de la legalidad y de la tranquilidad tras el 1-O. La república catalana es el paraíso presidencialista dibujado en la non nata ley de Transición Nacional en el que algunos catalanes y algunos consistorios creen vivir, a pesar de la fuerza de la realidad, y apoyándose en la resoluciones votadas pero no oficializadas por el Parlament.