La perspectiva de una larga ofensiva de tres días de fútbol reivindicativo, rosas amarillas y libros sobre el Procés, ha hecho enmudecer a los políticos transitoriamente, su silencio sepulcral sobre nuevos movimientos y viejas rencillas resulta toda una novedad. La tribuna vacía fue ocupada por el presidente del Barça, Josep Maria Bartomeu, sobre quien recayó el encargo de llamar a la movilización de la nación culé para la noche del sábado, aprovechando la final de la Copa para protestar por la situación en la que vive Cataluña en los últimos años ante el Rey y ante el mundo.

La nación culé es un espacio de fe colectiva y de nacionalismo futbolero al que se accede sin necesidad de ser independentista ni tan solo catalanista, es un sucedáneo del compromiso político, un atajo instantáneo al patriotismo. La fórmula es un todo un éxito social, aunque no todos los barcelonistas sean culés ni todos los culés sean nacionalistas.

El Barça vive permanentemente bajo la lupa de los dirigentes del Procés, a quienes no les gustó que el equipo jugara su partido de liga el domingo 1 de octubre, aunque lo hiciera a puerta cerrada para compensar la devoción con la obligación. Con Sandro Rosell era más fácil hacer pasar la vía catalana hacia la independencia por el Camp Nou, pero en esta ocasión Bartomeu ha cedido, ofreciendo la entidad como motor de la movilización. Lo ha hecho algo tarde, pues TV3 ya había renunciado a retransmitir la final por falta de dinero y por el escaso interés deportivo del acontecimiento, certificado por las dificultades del club para vender entre sus socios las entradas adjudicadas por la federación. Y al estilo Bartomeu, dando rodeos.

El Barça entendido como el “ejército desarmado de Cataluña” es una expresión utilizada por Manuel Vázquez Montalbán para subrayar el papel social y político de la entidad, autoproclamada “más que un club”; Bartomeu aprovechó justamente la presentación de un libro de este autor Barça, cultura i esport para hacer su alegato político favorable a las posiciones independentistas y su petición de diálogo.

Cuando se silba no se está menospreciando los símbolos, sino protestando por lo que ha pasado en Cataluña en los últimos años”, afirmó el presidente azulgrana, después de reclamar respeto al Barça y a las instituciones catalanas. Al mismo tiempo pidió que “nadie se apropie de nuestros colores y de nuestro escudo” e invitó a los seguidores a protestar “por el encarcelamiento injusto y desproporcionado” de los dirigentes independentistas. Luego se dejó llevar por los colores y añadió a la lista de los políticos en prisión preventiva el nombre del expresidente Sandro Rosell.

Desde algunos sectores de la agitación política deportiva se ha venido pidiendo al club alguna acción más concreta y potente a la tradicional pitada al Rey y al himno. Desde jugar la final con camiseta amarilla del movimiento de solidaridad con los presos políticos a boicotear la presencia en el palco de autoridades por parte de los dirigentes del club.

De momento, no cuaja la idea de no presentarse a jugar el partido para mejor subrayar el grado de indignación ni la de plantar al monarca negándose a recoger la copa de sus manos, consiguiendo así una imagen planetaria de las grandes figuras azulgranas de brazos cruzados en el centro del campo tras proclamarse campeones, con permiso del Sevilla.

Los jugadores son el gran obstáculo para una mayor instrumentalización de la entidad. La grada del estadio reclama puntualmente desde hace años en el minuto 17.14 la libertad de Cataluña, silba al himno español y también a la melodía de la Champions por el conflicto de las esteladas, pero todos saben que no se pueden exigir demasiados gestos políticos a los jugadores, a excepción tal vez de Piqué.

El actual “ejército desarmado” es más bien una legión extranjera, mucho más pendiente de sus contratos publicitarios que de las reivindicaciones nacionales; sus estrellas, por no interesarse, no se esfuerzan siquiera en utilizar la lengua nacional de Cataluña, ni simbólicamente.