En este país corren tiempos difíciles para los sentimientos identitarios. El mejor ejemplo es la Cataluña exacerbada de hoy, en la que se lleva ser muy catalán, con el añadido de una inquina excluyente hacia todo lo “español”. Un odio que crece por momentos y que desemboca en episodios grotescos, como cortarle la cabeza a la fotografía del rey, que no deberían tener mayor importancia salvo la que le quieran dar los autores como expresión de su animadversión y, por supuesto, quienes se dan por aludidos y lo perciben como un atentado que no puede quedar impune. Peligroso enredo que constituye otra vuelta al bucle que rueda desde hace diez años y del que es necesario salir cuanto antes.

Confieso que comparto con los catalanes el sentimiento de persecución desatado por el Partido Popular hace ahora una década cuando recurrió contra la reforma del Estatut, un chaparrón cuyos charcos se han convertido en un peligroso barrizal. Pero ni me identifico con su irritación antiespañola ni tampoco con quienes aprovechan fama y poltrona para asegurar  que nunca se han sentido españoles “ni durante cinco minutos”, como hizo el director Fernando Trueba al recibir el Premio Nacional de Cinematografía como recompensa a su carrera como cineasta español.

¿Contradictorio? Para quienes no lo entiendan bien, como yo, pero tampoco pretendan rebozar la anécdota con sentimientos similares a los desarrollados en Cataluña, que sepan que hay motivos de peso que justifican el hecho de “sentirse español” en muchas ocasiones sin necesidad de ser de derechas y, por supuesto, sin parecer rancio: