El Rey Felipe VI y el presidente del gobierno Pedro Sánchez volvieron ayer a Barcelona para escenificar su reencuentro e intentar acabar con la cadena de errores iniciada con la ausencia del monarca en un acto judicial celebrado habitualmente en la capital catalana. Los últimos tres presidente de la Generalitat comparecieron en Perpiñán, en la denominada Catalunya Norte, para darse un baño de victimismo y alentar la idea de que los catalanes constituyen una minoría nacional perseguida por un régimen escasamente democrático. Los manifestantes convocados por los cdr y las entidades independentistas para protestar contra la corona exhibieron una fuerza muy escasa, pero suficiente para copar horas y horas de la televisión. El espectáculo debe seguir.

La presencia del rey en la entrega de premios del salón BNEW, la semana de la nueva economía celebrada estos días en Barcelona con la participación de unas 8.000 empresas, responde a una improvisación de última hora para intentar cerrar la crisis abierta hace unos días por la negativa del gobierno a autorizar la presencia del monarca en otra acto protocolario. El gobierno, según explicó posteriormente, temió no poder garantizar la seguridad de Felipe VI, dada la proximidad a la fecha del 3 de octubre, aniversario del discurso real sobre el conflicto catalán, y la publicación de la sentencia de inhabilitación del presidente Quim Torra.

En Cataluña siempre hay una efemérides patriótica o anti española a celebrar, o una vigilia a temer, pero aceptando este calendario impuesto por el independentismo casi no quedarían días hábiles para la presencia de la corona. Ayer, a tres días del 12 de octubre, fecha señalada en el calendario soberanista como imposición festiva de la hispanidad, no hubo ningún problema de seguridad. El acto se celebró con normalidad, el rey glosó el ejemplo de Barcelona como ciudad emprendedora, arropado por el presidente Sánchez (quien pensaría que el lugar donde debía estar era en Madrid por razones de alarma), en ausencia de las primeras autoridades catalanas y barcelonesas, muy ocupados en sus quehaceres, según parece. Y a unos cuantos metros, unos centenares de personas proclamaban que “Cataluña no tiene rey”, negando la realidad materializada en el interior de la Estación de Francia, y reclamando al monarca, al que no quieren reconocer, que pida perdón por no haber lamentado los excesos policiales del 1-O en su comparecencia televisiva del 3-O de 2017 .

La agenda de performance de este viernes tenía otra cita. Ésta, convocada en Perpiñán para contraprogramar la de Barcelona y en ella el protagonismo correspondió a Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra, ex presidentes de la Generalitat, autoproclamados líderes de la resistencia a la opresión del Estado español. Mas perdió la presidencia por la negativa de la CUP a apoyar su investidura siendo inhabilitado posteriormente por la organización del 9-N; Puigdemont abandono su despacho precipitadamente, tras aparentar la proclamación de la independencia sin ni tan solo avisar a Oriol Junqueras, siendo cesado como todo el gobierno por la aplicación del 155; y Torra es el único que ha sido inhabilitado en el ejercicio del cargo por su desobediencia transitoria, al retrasarse un par de días en retirar una pancarta situada en el balcón de la Generalitat en plena campaña electoral.

Los tres ex presidentes perfilaron el único aspecto estratégico que comparten, la presentación ante el mundo, especialmente ante la Unión Europea, de los catalanes como una minoría nacional oprimida. Torra prometió liderar “la lucha por las libertades civiles porque esta es la causa de Cataluña”; Puigdemont anunció su consagración “a la defensa de los derechos humanos en todo el mundo” porque así se defenderá el derecho a existir de Cataluña; Mas aseguró que no cejaría en exigir para Cataluña “su derecho natural a la autodeterminación”, obviando la doctrina de la ONU sobre el tema.

La comparecencia de Perpiñán abundó en el discurso actual del independentismo: la persecución generalizada contra todos los catalanes, definitivamente identificados todos como independentistas, convierte a España en un estado represor y por lo tanto un peligro para la misma Europa, a la que reclaman una pronta reacción para amparar la lucha de este pueblo oprimido. Otras cuestiones centrales de antaño, como el referéndum, la excelencia democrática innata de los catalanes o la negociación para resolver el conflicto político han quedado relegadas a un segundo plano.

Las 2850 personas que según sus cálculos están pendientes de alguna decisión judicial o han sido ya juzgadas constituyen la prueba fehaciente, según los tres ex presidentes, del estado de excepcionalidad e injusticia en el que vive Cataluña. La existencia de una mayoría parlamentaria independentistas y de un gobierno autonómico detentado por dos partidos soberanistas (ambas instituciones en sus horas más bajas en cuanto a actividad legislativa y ejecutiva) no forman nunca parte de la ecuación, para no estropear el argumento.