En su desbocada carrera hacia el abismo, el independentismo catalán vive en la actualidad un enésimo episodio sobre la pureza de sangre catalana. No es ninguna novedad. Sucede siempre en todos los movimientos nacionalistas; es algo frecuente también en otro tipo de movimientos, ya sean estos de índole política extremista de un signo u otro, y suele ser aún más habitual en grupos, sectas o confesiones religiosas. En España existe una muy larga tradición en este sentido, hasta el punto que desde los tiempos de los llamados Reyes Católicos, en el siglo XV, se instituyó el Estatuto de Pureza de Sangre, que no fue abolido hasta el triunfo de la Revolución liberal, ya en pleno siglo XIX. Pero ahora parece que algunos sectores del separatismo catalán ansían resucitar tan antigua como nefasta institución, incluso en el interior mismo del secesionismo.

Algunos ciudadanos de Cataluña sabemos mucho de esto desde hace ya años, muchos, demasiados años. La catalanidad, esto es la condición de ciudadano de Cataluña, nos ha sido muy a menudo negada; evidentemente, no por falta de pureza de sangre -aunque siempre ha existido en el nacionalismo catalán algún sector xenófobo y supremacista-, pero sí por falta de convicción nacionalista. Aunque Jordi Pujol, en los inicios de su actividad política pública, no sin oportunismo dejó sentado que “es catalán quien vive y trabaja en Cataluña”, no tardó mucho tiempo en añadir a aquella frase una extraña y para mí todavía hoy indescifrable coletilla “… y quiere serlo”. ¿Cómo puede uno “querer ser catalán”? Uno es catalán, o no lo es, y punto final. Ser catalán es, como ser de cualquier otro colectivo humano, algo que te viene dado, casi siempre por un simple accidente geográfico: porque uno ha nacido en un determinado lugar o porque su vida le ha llevado a vivir allí. Desde mi modo de ver es catalán quien vive y trabaja en Cataluña, así como quien estudia, busca trabajo, cobra del paro o recibe algún tipo de pensión en Cataluña. Pero también son catalanas, o al menos muchos de ellas se sienten como tales, las personas nacidas en Cataluña o con familias de origen catalán que residen en otras partes de España o en el extranjero. Tal vez todo quedaría mucho más claro si asumiésemos las primeras palabras pronunciadas a su regreso del exilio por el presidente de la Generalitat Josep Tarradellas: “Ciudadanos de Cataluña...”.

A muchos catalanes que siempre hemos sido catalanistas -esto es, defensores de la identidad propia de Cataluña, sobre todo por lo que respecta a la lengua y la cultura, así como a las tradiciones propias- se nos ha negado la condición de catalanes simplemente por criterios partidistas y sectarios. Otro tanto les ha sucedido a muchos otros ciudadanos de Cataluña no catalanistas porque tienen su propia concepción del país en donde viven. Durante muchos, demasiados años, en la Cataluña nacionalista únicamente han sido considerados y tratados como catalanes quienes habían abrazado la fe nacionalista. Quedábamos fuera, excluidos de la catalanidad, regionalistas y autonomistas, federalistas y confederalistas, catalanistas de toda clase.

Ahora, en una nueva y absurda vuelta de tuerca, ya no basta con ser nacionalista para ser admitido y tratado como catalán. Ahora tampoco basta con ser separatista; se debe ser secesionista partidario de la vía unilateral y de un antiespañolismo obtuso y cerril. Si no se tratara de algo tan escandaloso y grave resultaría grotesco y ridículo analizar el espectáculo vergonzoso que se da ahora entre los distintos grupos y grupúsculos más o menos radicalizados del cada vez más heterogéneo y confrontado movimiento del independentismo catalán.

Aunque no deja de tener algo así como elementos de justicia histórica, a mí me da vergüenza verme obligado a presenciar al espectáculo de ópera bufa de inequívocos resabios inquisitoriales en el que personajes públicos como Joan Tardà o Gabriel Rufián, ambos dirigentes de ERC con un historial secesionista indiscutible, al igual que Carles Campuzano o Jordi Xuclà, separatistas ambos desde los tiempos de la ya extinta CDC pujolista y defenestrados de esto tan raro que es ahora JxCat, también son tratados y considerados por algunos de sus antiguos compañeros como vulgares traidores a la patria, es decir como unos simples “botiflers”. ¡Bienvenidos al club! ¡Bienvenidos al cada vez más amplio, numeroso, plural y diverso sector de la ciudadanía de Cataluña que no admite ningún Estatuto de Pureza de Sangre! Cuando una opción política, tan legítima como cualquier otra pero no más que ninguna otra, se basa en una fe, y por consiguiente en una religión substitutoria, entramos en una disputa casi teológica. Poco importa si se trata de talibanes o de cátaros, de integristas de cualquier signo. Entramos de lleno en un conflicto de pureza de sangre, algo que antecede siempre al unanimismo impuesto por quienes tienen como único y exclusivo político la creación de una sociedad totalitaria.