Sentir amor por Cataluña. Eso es lo que me dicen, en un grupo de debate con independentistas, cuando les pregunto por qué lo son. Y se emocionan. Comienzan a explicarme que cuando llegan a su tierra se ponen contentos. Que su música, su comida, su mar y su montaña, su lengua forma parte de su ser. Porque, como a Punset, les conecta con su madre, con su abuela, con su amigo o con sus hijos. Porque se sienten conectados. Y resulta que es algo generacional, algo que une a las izquierdas y derechas. He visto brillarle los ojos a una chica joven, de mi edad, que me contaba entusiasmada lo que significó para ella pasar la noche sin dormir esperando que llegasen las siete de la mañana del 1 de octubre. Y la he visto ir sufriendo a medida que me contaba los palos que recibieron "los yayos que estaban allí delante". Pero resulta que exactamente de la misma manera, esta historia me la contaba un señor, que rondaba los setenta, el otro día en el tren cuando volvíamos de Barcelona.

En la cafetería del tren nos encontramos. Un señor me miraba fijamente y con descaro. Se alejó de la barra del vagón-cafetería y susurró al oído de su amigo. Descaradamente. Y yo, en cierto modo desafiante, también. Hasta que el amigo dijo  con una sonrisa en la cara: "sí, sí que es". Y así fue cómo me preguntaron si era yo la que había salido la noche anterior en la tele. Nos pusimos a charlar. Eran dos hombres, de unos cincuenta y tantos. Empresarios que acudían a un congreso en Madrid. Uno de ellos, dueño de una empresa de Cava y Vino.

Otra pareja, más mayor, se acerca a nosotros y me sonríe. Me preguntan si soy la de la tele. Así que se unen a nuestra conversación.

El del cava reconoce que era votante de Convergencia. Los recién llegados, de izquierdas. Y todos comienzan a contarme cuando fueron a votar el día 1. Se emocionan, se entrecortan. Vibran cuando alucinan de la conexión entre la gente joven y ellos. Y se enrojecen sus ojos cuando me describen "las hostias" que les pegaron. A todos.

Es cuando miro al más mayor de todos. Le pregunto si a él le pegaron. Porque era mayor, era un "yayo", entrañable y tranquilo. No me podría imaginar semejante escena. Y con los ojos llorosos me dijo que si. Que le pegaron. Mucho. Pero que también pegaron a otros. Y su amigo saca el teléfono móvil y empieza a enseñarme fotos de chavales y chavalas con ojos morados, labios rotos, brazos vendados. Me cuentan cómo se llaman, los años que tienen... y empiezan a sorber los mocos y apretarse los ojos. Los cuatro. Vi emocionarse a los cuatro.

Y me emocioné con ellos. Era un nudo en la garganta. Era rabia, era pena, era sobre todo incomprensión.

¿En qué momento alguien nos contó que el amor a Cataluña debía suponer odio a España? ¿Por qué hemos permitido que cale semejante idea en nuestra sociedad? Con ese mensaje nos han dividido. Nos han enfrentado. Nos han engañado. Y con ese mensaje nos han llevado lejos, muy lejos. De Cataluña y de España. Lejos de Europa. Nos han llevado a un lugar oscuro, húmedo y frío. Nos han empujado hacia un remolino donde estamos ya ahogándonos, cansados de tantísima información (manipulada, sesgada, inventada), abrumados por una violencia insoportable, por actitudes incomprensibles que son respondidas con barbaries mayores.... No podemos más. El pueblo ya no aguanta más. Nos aturden con el miedo de las consecuencias económicas que todo este esperpento podría causar. ¡Causarnos a nosotros, al pueblo llano que no entiende absolutamente nada! Nos dividen, nos enfrentan, nos manipulan, nos roban, y ahora pretenden que nos saquemos los ojos mientras ustedes, los de las organizaciones montadas para saquearnos, se ríen de nosotros. Nosotros, sí, los que andamos discutiendo en los bares, con amigos, familiares, como si nos hubiéramos hecho algo personal los catalanes y los españoles.

Mientras tanto, la humillación es continua. En los medios de comunicación, en los discursos políticos. En lugar de buscar la manera de calmar las aguas, solamente las revuelven más. De manera incomprensible y absurda.

Más allá de las elecciones, más allá de sus sillones, de sus mordidas, de sus tres per cent, de su morralla, sus jueces y sus prisiones. Más allá de eso hay un pueblo, que está deseando comprender y comprenderse. Un pueblo que se respeta mucho más de lo que los políticos creen. Un pueblo harto de injusticias que se acabará respetando algún día, aprenderá a quererse.

Pero desde luego que tal y como lo están haciendo nuestros políticos y jueces, así no. Así no les vais a convencer para que no quieran irse.