Muchas veces las palabras dicen lo contrario de lo que parecen pretender, otras son claras como agua de manantial. Las palabras de Artur Mas la pasada semana en Madrid, parecían brotar de la fuente de un pueblo de alta montaña. Eran tan transparentes, que había que fijarse con mucha atención para poder verlas. Quizá por eso muchos en vez del agua vieron la rocosa pared del fondo. "Las condenas ayudan más al proceso independentista que al unionista", dijo el expresidente de la Generalitat y de CDC. Y, por si había algún torpe en la sala, las pronunció en un largo quejío, casi rozando el puchero, añadiendo al final que es "un condenado injustamente por desobediencia".

Artur Mas y, junto a él muchos dirigentes de CDC camuflados ahora tras las nuevas siglas del PDC, son el arquetipo de chulo de discoteca que después de una bravuconada con un tipo más fuerte, pide a sus amigos que lo sujeten para evitarle la humillación de la paliza. Hace ya mucho tiempo que Mas suplica ayuda, sin que del otro lado (con mucha más experiencia en las trifulcas barriobajeras) haya habido hasta ahora respuesta. El problema de Mas es que sus compañeros de juerga, lejos de intentar evitarle la vergüenza, disfrutan con la idea de ver como le dan un buen revolcón. Y, lo que es peor para los intereses del expresident, creen sinceramente en la inevitabilidad del enfrentamiento.

Desde la lógica independentista, ERC y la CUP están en lo cierto. No se puede pretender romper con España con permiso de ésta. Si de verdad Mas creyera en el Procés, no hubiera intentado, en el absurdo juicio por el 9N, cargar la responsabilidad de lo sucedido sobre los voluntarios; no estaría ahora recurriendo su sentencia ante el Tribunal Supremo y no seguiría reclamando que alguien proponga una tercera vía antes de que llegue el fatídico día en el que la imposibilidad de celebrar el referéndum, se trastoque en nuevas elecciones que acaben definitivamente con su modus vivendi, es decir, con su partido político. 

Mas y sus cada vez más escasas huestes se encuentran en medio de dos contrincantes decididos, antes de enfrentarse entre ellos, en acabar con el molesto infiltrado. Para los dos bandos es y será siempre un extraño. El Gobierno del PP quiere convertirlo en ejemplo del escarmiento; los independentistas auténticos no lo quieren ni como mártir. Lo único que evita que Junqueras no lo aplaste con su enorme pie, es el miedo a perder el voto de los todavía cientos de miles de catalanistas moderados que se han unido a la causa siguiendo el sonido de la flauta de Mas. Pero la flauta que en sus inicios sonaba como la de Hamelin, conforme se acerca la fecha final se parece cada vez más a la de Bartolo.