Han pasado 37 años de aquel gener-1976 pero parece que hubieran pasado mil: todo aquel caudal de entusiasmo cívico, de unidad política frente a la dictadura, de fibra democrática se ha dilapidado por completo en menos de dos generaciones. Y ha nacido un nacionalcatalanismo que quiere solo para sí un caudal similar (como si aún perdurase la dictadura).
El Camp Nou ha sido esta vez el lugar elegido para celebrar el Concert per la Llibertat. Más de noventa mil personas han acudido a exigir el derecho a decidir de Cataluña: freedom Catalonia; Adéu Espanya. Y Lluis Llach seguramente cantando aquellos himnos y su nuevo Tossudament alçats. Sigo en Madrid, que es donde está mi casa, y no me emociona nada este nacionalcatalanismo que me dice adiós, que no me quiere, que huele a lo que huelen todos los nacionalismos: a rencor y a revancha; a segregación y a exclusión; a vete a la mierda. Claro que todo ciudadano debe tener el derecho a decidir, cómo no, cómo negarlo. Pero duele (y huele) que se quiera usar para poner otra frontera física, política y mental.
Lo escribo por enésima vez: no soy nada nacionalista, de ningún nacionalismo ni grande ni pequeño ni mediano, y no me cabe en la cabeza cómo alguien de izquierda pueda ser nacionalista y no internacionalista, universalista y cosmopolita. Y no me fio nada del criterio de la gente que se cree sin rechistar que el chorizo de su pueblo es el mejor del mundo.
Jesús Pichel es filósofo y autor del blog Una cuerda tendida